En el dolmen de Las Agulillas

domingo, 31 de marzo de 2013

El cristianismo en los Pedroches durante la Antigüedad Tardía (I): Majadaiglesia-Solia.


            En los estudios sobre el periodo de la Tardoantigüedad en la península, de los siglos IV al VII, los dos temas tradicionalmente preferidos fueron el de las invasiones germanas y, especialmente, el cristianismo: su introducción y el origen del mismo, la difusión, etc. (aunque en una fecha tan tardía como el año 688 el rey Egica amenazaba en el XV Concilio de Toledo con expulsar de sus cargos a las autoridades que no cumplieran las órdenes de perseguir a los paganos, lo que demuestra su existencia aún en ese tiempo).
            Quizá haya ayudado a esta abundancia de temas cristianos el que sus manifestaciones son relativamente abundantes, son fácilmente reconocibles y hay una abundante documentación. La verdad es que es un aspecto más cómodo de estudiar que otros de la sociedad o economía del mundo tardoantiguo, de los que se conservan muy pocos vestigios.
Aunque tampoco hay que creer que la llegada del cristianismo se limitó al plano de lo espiritual, pues supuso un cambio en la modificación de las estructuras sociales que se reflejó en múltiples aspectos de la vida cotidiana: por ejemplo, los cementerios. Durante el tiempo romano estaban fuera del pomerium, en el exterior de la ciudad, pero cuando los cristianos comienzan a levantar iglesias y martyria (edificios conmemorativos de mártires) en el interior de los núcleos urbanos también empezaron a enterrarse en ellos, en la confianza de que la proximidad del finado al altar o a los restos de los mártires le otorgaría un enchufe para colocarse mejor en el otro mundo. Así que si durante el periodo romano las ciudades de los vivos y las de los muertos habían estado separadas, con el cristianismo compartían el mismo espacio. También el papel social de la mujer se modificó tras la llegada del cristianismo con respecto al anterior periodo romano.
            Voy a hacer dos apartados sobre las manifestaciones cristianas conocidas en la comarca: el primero, testimonios cristianos procedentes de Majadaiglesia (El Guijo, Córdoba), presuponiendo que es en este lugar donde se ubicó la ciudad romana de Solia; el segundo, para el resto de la porción oriental de los Pedroches.

Testimonios cristianos de la Antigüedad Tardía de Madajaiglesia-Solia.

            La ciudad de Solia fue conocida entre los eruditos del Renacimiento por aparecer en el Concilio de Elvira, pero su situación se ignoraba hasta que el jesuita P. Fidel Fita tradujera correctamente a comienzos del siglo XX una inscripción romana empotrada en la iglesia de Villanueva de Córdoba, y que marcaba el límite entre el territorio de esta ciudad y los de Epora y Sacili. Como estos dos municipios estaban al sur del trifinio, junto al río Guadalquivir, era fácil colegir que Solia se encontraba al norte de Villanueva de Córdoba. Los estudiosos actuales consideran que Majadaiglesia es el mejor candidato para ubicar Solia, aunque falta la confirmación epigráfica, como en Sisapo [siempre se consideró que Sisapo estuvo en la actual Almadén, hasta que en las excavaciones de La Bienvenida (Almodóvar del Campo, Ciudad Real) aparecieron tres inscripciones en las que figura la palabra “sisaponenses”: si los ciudadanos de Sisapo levantaron allí monumentos o estatuas a paisanos distinguidos, es porque la ciudad de Sisapo estuvo allí, sin duda alguna].
            Los testimonios de cristianismo en Solia-Majadaiglesia son varios:

1.- El presbítero Eumancio de Solia fue uno de los asistentes al Concilio de Elvira. No hay unanimidad en la fecha concreta en que se celebró, pero sí que fue entre el 303 y 326, aproximadamente.

Imagen 1: Listado de presbíteros asistentes al Concilio de Elvira. En el número 21 figura Eumancio de Solia. (Fuente: García Loaisa (1593): Collectio Conciliorum Hispaniae, Madrita, Excudebat Petrus Madrigal, página 18.)

            Si, como parece más que razonable, Solia estuvo en la comarca de los Pedroches, quiere decirse que a inicios del siglo IV el cristianismo había penetrado en ella. Mas eso no quiere decir que todos sus pobladores de entonces ya estuvieran bautizados: lo único cierto es que el cristianismo estaba en el medio urbano, en la ciudad de Solia, pero no sabemos qué pasaba entonces en el rural. “[Pagano] era el habitante del pago, del espacio rural. Se le situaba frente a la religión de la ciudad, donde se suponía que el cristianismo había triunfado… La nueva religión era la de las élites, la que concedía la posibilidad de tener los derechos plenos de ciudadanía, de ejercer magistraturas, poder comprar, testar, heredar y vivir libremente; derechos, todos, que estaban vetados a los rústicos, a los ignorantes y siervos que, además, aparecían como sospechosos de tener y practicar creencias no admitidas” (Rosa Sanz Serrano, 2009, pág. 571).

2.- Baptisterio de la ermita de Nª Sª de las Cruces. La palabra “Bautismo” deriva de la griega bapto o baptizo, lavar o sumergir; es decir, que tiene el significado de un lavado. Para realizarlo han prevalecido tres formas: inmersión, infusión y aspersión. La más antigua fue la inmersión, habiendo prevalecido en la Iglesia latina hasta el siglo XII. A partir del siglo XIII la aspersión y, especialmente, la infusión se fueron haciendo más comunes, aunque también habían sido empleados desde los primeros tiempos del cristianismo (v. la entrada sobre el bautismo en la Enciclopedia Católica: http://ec.aciprensa.com/b/bautismo.htm ).
Para practicar el bautismo por inmersión se construyeron espacios reservados a tal fin, denominados baptisterios, que incluían una bañera de distintas formas para realizar el sacramento del bautismo.
Hubo diversas formas de baptisterios y de su integración con el conjunto basilical. En Italia prevaleció la costumbre de realizarlos en un edificio aparte. En la basílica de El Germo (Espiel), también en el norte de Córdoba, el baptisterio está en una estancia anexa al edificio de la basílica, pero no en el interior de la propia basílica. Esto parece ser que es el caso de la ermita de la Virgen de las Cruces. El motivo para que los baptisterios no estuvieran dentro del templo es que para poder acceder a él primero había que bautizarse.

Imagen 2: Baptisterio de la ermita de Nuestra Señora de las Cruces (El Guijo).



3.- Patena litúrgica del siglo VII, que ya se trajo al blog en la entrada de 20 de marzo.

4.- Camafeo con motivo de pavo real. En el mismo número del Boletín de la Real Academia de la Historia donde daba a conocer la patena, el Padre Fita informaba del hallazgo de otros objetos por parte de D. Ángel Delgado “al explorar las ruinas romanas de Majada Iglesia en término de El Guijo y cerca del santuario de Nuestra Señora de las Cruces”. Uno de ellos era un “Camafeo ovalado, de 10 por 5 milímetros. Es de ópalo, que sirvió de sello, engarzado en un anillo de metal precioso. Representa dos grandes jarrones y un pavo real con su cría. Sobre el borde del primer jarrón asienta sus pies el pavo real, dejando ver colgada su cola hasta flor de tierra” (Fita, 1913, págs. 232-233).
            El pavo real fue un motivo iconográfico paleocristiano que se mantuvo en el periodo hispanovisigodo, como representación de la inmortalidad.
            En la Antigüedad la diosa griega Hera (Juno para los romanos) sembró la cola del ave con los cien ojos de Argos. Como los ojos de la cola se asociaron a las estrellas, fue elegido para representar la eternidad celestial. “El arte cristiano primitivo recogió este simbolismo asociándolo a la Resurrección de Cristo y a la inmortalidad del alma” (Reau, 2000, 103).
            En aquellos tiempos, si el pavo real evocaba la inmortalidad era por una creencia popular que consideraba que su carne era incorruptible y que recogió San Agustín en su Ciudad de Dios: “Quis enim nisi Deus dedit carni pavonis mortui ne putresceret” (¿Quién, sino Dios, dio a la carne del pavo real muerto el privilegio de no pudrirse?)
            Fue un motivo muy empleado en el arte cristiano para decorar sarcófagos, canceles de mármol de las basílicas, pavimentos de mosaicos o placas decoradas. Un ejemplar de este tipo se conserva en el Museo Arqueológico de Córdoba, con dos pavos reales afrontados a cada lado de un cáliz.
            A partir del siglo XI se dejó de emplear en la simbología cristiana, no porque ya no se creyese que su carne era incorruptible, sino que, al vérselo pavoneando (nunca mejor dicho), se le consideró símbolo de la vanidad.

Imagen 3: Placa estampillada del periodo hispanogodo conservada en el Museo Arqueológico de Córdoba. (Fuente: Samuel de los Santos, 1958, 183.)




            En definitiva, si Solia se asentó en Majadaiglesia hay evidencias del mantenimiento de prácticas religiosas cristianas desde los siglos IV al VII. Aunque hay una ausencia que me resulta muy significativa, de lápidas sepulcrales de este periodo, cuando en la basílica de El Germo (situada seis kilómetros al este de Espiel) han aparecido varias.

sábado, 30 de marzo de 2013

La Inquisición (II): Encausados de las Siete Villas de los Pedroches, 1558-1724.


En la encomiable compilación de procesos vistos por el Tribunal de la Inquisición de Córdoba de Rafael Gracia (1983) aparecen dieciocho causas de personas procedentes de las Siete Villas de los Pedroches. Lo primero que llama la atención es que más de la mitad, diez, sean de naturales de Torrecampo. El único municipio del que no consta ningún encausado es Pozoblanco. No creo que ello se deba a que en un lugar hubiera gran cantidad de herejes mientras que el otro estuviera impregnado de una beatífica santidad, sino al mayor o menor celo en su actividad de comisarios y familiares.
Éstos eran cargos sin sueldo, pero muy demandados porque daban un gran prestigio y servían para ascender en el escalafón. Su función se desarrollaba sobre todo en los lugares alejados de la sede del tribunal, constituyendo la red de información o espionaje del Santo Oficio. No sólo informaban, también podían ser empleados para perseguir o detener herejes o sospechosos. Al principio los familiares procedían sobre todo de las clases populares (artesanos y labradores), pero con el tiempo los nobles empezaron a acaparar los cargos de comisarios y familiares por la consideración social que les daba. En Villanueva de Córdoba un Familiar del Santo Oficio, Bartolomé Moreno Capitán, mandó labrar esa condición en 1763 en el dintel de su casa, hoy en la calle del Pozo.
La mayor parte de los procesos tuvieron lugar en la segunda mitad del siglo XVI; no consta ninguno en el XVII y los últimos encausados lo fueron en 1718 y 1724. Dos personas fueron absueltas y el resto condenadas, aunque ninguna de ellas fue “relajada al brazo secular”, o sea, ejecutada. Las penas más graves fueron para dos personas de azotes, y a una de ellas, además, galeras. A un fraile acusado de herejía se le mandó a cárcel perpetua.
Sólo figura un acusado condenado por temas relacionados por brujería o satanismo, y además el último en el tiempo, de una persona que vendió su alma al diablo por cinco mil doblones de a ocho en 1724. A razón de 27 gramos cada uno, estimó que su alma valía 135 kg de oro. Una pasta, entonces, y ahora, aunque el infeliz no contempló, como sí hizo la Inquisición, que lo importante era la salvación eterna.
Entre los encausados no hay ninguno relacionado directamente con el problema judeoconverso. El comer carne los viernes, por lo que fueron condenadas dos personas, era motivo de sospecha para los inquisidores de la existencia de judaísmo oculto, aunque no necesariamente era así. A un jarote que lo condenaron por este motivo debieron de hacerlo más bien por contestón, pues su respuesta de que no era pecado comer carne en viernes, pues lo que daña al cuerpo es lo que sale, que no lo que no entra, son palabras del propio Jesús recogidas en el Evangelio de San Marcos (7, 18-20): “¿No entendéis que todo lo de fuera que entra en el hombre, no le puede contaminar, porque no entra en su corazón, sino en el vientre, y sale a la letrina? Esto decía, haciendo limpios todos los alimentos. Pero decía, que lo que del hombre sale, eso contamina al hombre”. Precisamente, por esta cita evangélica los cristianos, en inicio los de origen gentil, abandonaron la prohibición del Antiguo Testamento de consumir carne de cerdo, así que ese jarote dijo, literalmente, el Evangelio a voces. De nada le sirvió, y fue desterrado durante cuatro meses.
Negar el dogma de la Santísima Trinidad era para los inquisidores otro indicio de judaísmo o morisco escaqueado, y caro le salió el comentario al vecino de Torrecampo que recibió doscientos azotes.
Hay un solo caso seguro de “cristiano nuevo de moros”, aunque salió libre por demostrar que sus delatores eran enemigos suyos. También hay únicamente un encausado por vinculación con el luteranismo, aunque, en el fondo, no defendía esa doctrina, sino que venía a decir que los luteranos también eran hijitos de Dios. En la más pura caridad cristiana eso es cierto, pero no era el tiempo más adecuado para comentarlo.
Uno de los últimos condenados, en 1718, fue un fraile seguidor de Isabel del Castillo, a quien la Inquisición consideró heresiarca, o sea, nada menos que autora de una herejía.
Aunque el principal cometido de la Inquisición era la vigilancia de la ortodoxia católica, vigilando a sospechosos de judaísmo oculto, moriscos renegados o luteranos latentes, cualquier cristiano viejo podía ser encausado por atentar contra el dogma, los Sacramentos o los Mandamientos de la Santa Madre Iglesia.

Dos religiosos de Torrecampo fueron condenados por haber “solicitado a sus hijas de penitencia en el acto de la confesión” en 1582 y 1584. Los inquisidores no penaron la intención de carnal coyunda por parte de un religioso, sino que el clérigo profanase el sacramento de la confesión al hacer su solicitud en ese acto.
Del mismo modo, fue sancionada una vecina de Pedroche por afirmar que el estado de los religiosos no lo había creado Dios: era un atentado contra el sacramento del orden sacerdotal.
El sacramento cuya infracción conllevó más encausados fue el del matrimonio: cuatro por afirmar que no era pecado “echarse con una mujer pagándoselo” o vivir amancebados dos solteros, y el quinto un arriero de Villanueva de Córdoba, con el agravante de haberlo profanado al casarse dos veces, lo que le valió en 1558 una pena de azotes y galeras. En plena guerra con los turcos en el Mediterráneo la demanda de galeotes forzados era muy alta.
También fue condenado un vecino de Torrecampo por criticar las bulas enviadas por el Papa para recaudar dinero, y dos por blasfemos de la misma localidad. De 1558 a 1588 los Familiares del Santo Oficio de Torrecampo se mostraron especialmente diligentes.

Cuadro: Relación de encausados de las Siete Villas de los Pedroches por el Tribunal de la Inquisición en Córdoba, siglos XVI al XVIII (Fuente: Gracia, 1983).


Finis coronat opus

La Inquisición (I): Origen y difusión.


            La Inquisición no es un invento español, aunque los propagadores de la Leyenda Negra hicieron un buen trabajo y en el imaginario colectivo mundial ha quedado como propio de la España de los Austrias.
            Sin embargo, su origen se remonta a finales del siglo XII. En el sureste de la actual Francia, en el Languedoc, comenzó a arraigarse fuertemente una nueva religión, cuyos adeptos recibieron el nombre de cátaros o albigenses. El Languedoc era entonces una región floreciente y densamente poblada, con una creciente burguesía urbana dedicada al comercio y a incipientes industrias de manufacturas. Los señores feudales (condado de Tolosa, vizcondados vasallos de Carcasona, Béziers, Albi y Rases) tuvieron una actitud condescendiente, cuando no de franca connivencia, para con la nueva religión de los cátaros, pues la herejía estaba inmersa en todo el entramado social.
Aunque la Iglesia pretendiera que la albigense era una herejía del cristianismo, su dogma nada tenía que ver con las herejías del siglo VI que debatían la naturaleza y substancia de la divinidad (arrianismo, monofisismo, nestorianismo). Era en realidad una nueva religión, con su liturgia y teología propias.
            Como el problema de la creciente herejía cátara no sólo era religioso, sino también social al no encajar en el orden establecido, el papa Lucio III y el emperador Federico I Barbaroja se reunieron para tomar medidas conjuntas en 1184, emitiendo ese año el Papa una bula que ha sido considerada como decisiva para la lucha contra la herejía: Ad abolendam. Las bulas se titulaban con las dos primeras palabras de su texto, y en este caso es elocuente: “Para abolir…” cualquier falso dogma de la doctrina cristiana, implicaba a los poderes temporales en su persecución, siendo los encargados los obispos de que se cumpliera la norma. La aplicación de la bula fue muy efectiva en la eliminación de muchos movimientos disidentes cristianos en la mayor parte de Europa; sin embargo, la herejía cátara seguía firmemente asentada en el Languedoc.
            A partir de la llegada al papado del enérgico Inocencio III en 1198 la lucha de la ortodoxia cristiana contra los cátaros tuvo diversas etapas: predicación a cargo de nuevas órdenes religiosas; proclamación de una cruzada militar similar a las emprendidas en Tierra Santa contra los sarracenos; y la creación de una Inquisición institucionalizada para perseguir a los cátaros ferozmente hasta su eliminación.
            En la primera fase destacó un religioso español, Domingo de Guzmán, quien solicitó del papa Inocencio III combatir a los cátaros predicando entre el pueblo llano la teología católica del mismo modo que hacían los cátaros, mediante la pobreza y el ejemplo de la propia vida. Para conseguir su objetivo Domingo trató de constituir una nueva orden religiosa cuya principal misión sería la de predicar la doctrina católica. En 1216 el nuevo Papa, Honorio III, aprobaba la fundación de la orden de los Hermanos Predicadores, luego conocidos como los domini cani, los perros del Señor, o dominicos. Hay que aclarar que Domingo de Guzmán siempre se opuso al empleo de la violencia para erradicar a los cátaros, negándose a participar en la Cruzada que se emprendió contra ellos. Hay un famoso cuadro de Pedro de Berruguete que tiene como motivo central a Santo Domingo pidiendo la libertad de un cátaro condenado al fuego durante un auto de fe, pero es un hecho falso por dos motivos: porque la Inquisición se institucionalizó después de su muerte en 1221, y porque él combatió la herejía con la razón, la palabra y el ejemplo de su vida, no con las armas y la hoguera.
            La segunda etapa fue el empleo de la violencia mediante una Cruzada contra los albigenses, tras la muerte del legado papal Pere de Castelnau en 1208, siendo acusado de connivencia el conde de Tolosa. Un poderoso ejército llegaba al Languedoc en la primavera de 1209; el conde Raimundo solicitó el perdón, que fue aceptado por Inocencio III, pero en la Occitania continuó la resistencia. Los cruzados entraron en el Languedoc como elefante por cacharrería, arrasando por donde pasaban. Fue en el sitio de la ciudad de Béziers durante julio de 1209 cuando el legado pontificio, el cisterciente Arnaud Amaury, respondió a la pregunta de cómo distinguir a sus pobladores católicos de los albigenses: “Matadlos a todos, Dios reconocerá a los suyos”.
            La Cruzada también tuvo su repercusión política. El condado de Tolosa rendía vasallaje a la Corona de Aragón desde inicios del siglo XII, por lo que el rey aragonés Pedro II tuvo que acudir en defensa de sus vasallos contra los cruzados papales, a pesar de su sobrenombre de “el Católico”. Tras su derrota y muerte en la Batalla de Muret en 1213 se abortaba la expansión aragonesa al norte de los Pirineos.
            La tercera etapa de la lucha contra la herejía consistió en la creación de una institución dedicada a la persecución de los últimos cátaros y en la prevención y erradicación de otras desviaciones dogmáticas. Para ello el papa Honorio III buscó la colaboración del emperador para hacer el “trabajo sucio”, consiguiendo que el emperador Federico II emitiera una ley en 1224 por el que se incluía en la legislación civil los cánones religiosos aplicados a la represión de la herejía, conocida como Ley de la hoguera, que “marca el punto de inflexión entre la Iglesia progresista de los papas reformadores y la Iglesia represiva que tiene como seña de identidad la Inquisición institucional” (Huertas, de Miguel y Sánchez, 2007, 95).
            Gregorio IX, sobrino de Inocencio III y Papa desde 1227, era un firme partidario de que la hoguera era el justo merecido para los herejes, y se tomó el asunto en serio. Ese mismo año, durante el Concilio de Narbona, ordenó a los obispos que en cada parroquia se crearan comisiones de testigos encargadas de inquirir (investigar) a los posibles herejes y denunciarlos, siendo responsable de su sanción el poder civil.
            El siguiente paso en la institucionalización de la Inquisición se dio en el Concilio de Tolosa en 1229, donde se recogía la necesidad de crear tribunales permanentes y específicos dedicados a juzgar a los sospechosos de herejía, aunque el juez que estudiara cada caso seguía dependiendo de los obispos.
            Como ya había una nutrida legislación contra la herejía, civil y canónica, Gregorio IX buscó unificar criterios, con la constitución pontificia Excomunicamus et anathemizamus de febrero de 1231. La Inquisición no tomó forma plena desde un primer momento, “fue el resultado de diferentes ensayos, a veces simultáneos, para establecer un frente de lucha contra la herejía que dependiera directamente de al Santa Sede y aplicara procedimientos homogéneos en los procesos (Huertas, de Miguel y Sánchez, 2007, 98). A partir de 1233 se extienden los tribunales inquisitoriales controlados por Roma para luchar contra la herejía de una forma coordinada. Los provinciales de la orden dominica fueron los encargados de nombrar a los inquisidores. El poder civil participará en la aplicación de las penas, pero por otro lado provocaron el rechazo de la población civil ante la crueldad de algunos monjes inquisidores, como Guillermo Arnaud, arrastrado por las calles de Tolosa al negarse a abandonar la ciudad.
            La Inquisición fue persiguiendo a los albigenses uno a uno, para conseguir la completa erradicación de la herejía por el expeditivo método de quemar a los herejes, hasta que en 1243 cae Montsegur, el último reducto cátaro en el Languedoc. Doscientos albigenses rechazaron la oferta de abjurar de su fe para salvar su vida, prefiriendo morir en la hoguera.
Pero la desaparición del catarismo no supuso que también lo hiciera la Inquisición, que se expandió por todo el orbe cristiano controlado por el papado con escasas excepciones: Inglaterra, Portugal o Castilla. Y es que “pronto descubrieron los gobernantes medievales la eficacia de una institución policial tan organizada y eficaz. La Iglesia necesitaba la ortodoxia dogmática para mantener su poder libre de disidencias doctrinales que amenazaran su filosofía de Iglesia Universal, pero también a los Estados les beneficiaba la estabilidad proporcionada por el control social que la Iglesia ejercía a través del Santo Oficio” (Huertas, de Miguel y Sánchez, 2007, 11). Vamos, que como dicen por nuestro pueblo las buenas yuntas Dios los cría, y ellos se juntan.
            La introducción del Santo Oficio en Castilla la aprobó el papa Sixto IV en 1478 a instancias de la reina Isabel, con el fin de dar solución al conflicto referente al régimen religioso de los judeoconversos, quedando los judíos al margen de la institución. Pero el astuto Fernando comprendió enseguida las posibilidades políticas y económicas que suponía la institución. Tras la conquista de Granada en 1492 y la Reforma luterana de inicios del XVI, los antiguos moriscos y los protestantes fueron grupos a seguir por la Inquisición además de los judeoconversos, aunque también había motivaciones políticas: en pleno conflicto con los turcos, los moriscos rebelados en las Alpujarras se consideraron una quinta columna del enemigo, y la misma consideración se les dio a los protestantes.
            La Inquisición española fue empleada como propaganda política por los enemigos de los Austrias, aunque la historiografía ha ido poniendo las cosas en su lugar. Para el periodo de 1540-1700, hubo en Aragón y Castilla 44.674 causas abiertas por la Inquisición, con un total de 1.604 relajados, es decir, pasados al brazo secular para su ejecución (Bethencourt, 1997, pág. 395). En el tribunal de Córdoba, desde 1483 a 1799 fueron relajados en persona 271 varones y 40 mujeres (Gracia, 1983, 536).
            A pesar de la Leyenda Negra antiespañola, en todas partes de la vieja Europa siguieron cociendo habas, pues tras la venda de la Reforma eclesiástica se escondían reaccionarios de tres pares de narices, como Calvino: fue él, y no la Inquisición española, quien mandó a la hoguera a Miguel Server, por ejemplo. Además, la actitud de los inquisidores españoles para con la brujería nada tuvo que ver con la de sus homólogos europeos contemporáneos: “Llama la atención el bajo índice de ejecuciones por brujería llevadas a cabo en los países que siguieron siendo católicos tras la Reforma luterana con respecto a las realizadas en los territorios ganados al protestantismo: la intolerancia de los clérigos protestantes centroeuropeos contrastó, por ejemplo, con la actitud de los inquisidores españoles, mucho más interesados en la lucha contra las desviaciones de la ortodoxia católica. A principios del siglo XVII el inquisidor Salazar, encargado de juzgar a los acusados de brujería en el célebre caso de Zugarramurdi, durante uno de los momentos álgidos de su persecución en Europa, anotaría en el informe que remitió al Inquisidor General, ciertamente enojado: ‘No hubo brujo ni embrujados hasta que se empezó a escribir de ello’… La gran caza de brujas duró hasta finales del siglo XVII, y tuvo una desigual incidencia según las regiones. A pesar de que ésta existió tanto en el ámbito protestante como en el católico, las cifras, que por supuesto siempre hay que manejar con prudencia, nos hablan de una enorme desproporción entre uno y otro. En Alemania, sobre todo a partir de la implantación del protestantismo en el siglo XVI, se calcula en torno a las 25.000 las ejecuciones de brujas en la hoguera; y de 10.000 en la Suiza calvinista. Frente a ellas, en España, la cifra sólo alcanza las 300 ejecuciones, y de ellas solamente 35 se deben a condenas dictadas directamente por la Inquisición” ((Huertas, de Miguel y Sánchez, 2007, 113-114).
            En definitiva, la Inquisición fue una institución que se instaló en casi todos los países del Occidente europeo, entre ellos los reinos de Aragón y Castilla, por lo que es injusto que se asocie sólo con España. Los veinte ajusticiados por brujería en 1693 en Salem, Massachusetts, lo confirman.
         

jueves, 28 de marzo de 2013

EL TESORILLO DE LOS ALMADENES DE ALCARACEJOS


Usualmente, figuró en libros y artículos como “Tesorillo de los Almadenes de Pozoblanco”, pero no existe duda alguna de que apareció en término de Alcaracejos.

             En 1925 Manuel Fernández, de Villaralto (Córdoba), se encontraba arando sus tierras del Cerro del Peñón, que corona el Barranco de los Arrabaleros -en el término de Alcaracejos-, a menos de medio kilómetro al oeste del arroyo García del Coso y apenas un kilómetro al sur de las minas de Chaparro Barrenado o de Los Almadenes. La reja del arado dejó medio al descubierto un recipiente metálico, pero Manuel, creyendo que se trataba de de esos tantos calderos de hierro que los mineros tiraban al convertirse en inservibles, no le prestó más atención.
Al año siguiente se encontraban en el mismo lugar sus hermanas Otilia y Catalina apacentando el ganado, y quizá para entretenerse decidieron acabar de desenterrar la olla con la ayuda de sus cayados. Su sorpresa fue grande cuando descubrieron en el interior del recipiente (que resultó ser una vasija de cobre) un gran número de monedas y otros objetos de plata. Salía así a la luz, más de dos milenios después de ser ocultado, uno de los atesoramientos romano-republicanos de la Bética más interesante, tanto por el número como por la calidad de sus piezas: el tesorillo de los Almadenes de Alcaracejos.
            El conjunto fue adquirido por el don Moisés Moreno Castro, farmacéutico de la localidad de Pozoblanco, entregándolo en el Museo Arqueológico de Córdoba en 1928 por mediación de don Antonio Carbonell, ingeniero de minas de profesión, pero también uno de los pioneros en el estudio de la Prehistoria y Antigüedad del norte de Córdoba. Cuando D. Samuel de los Santos dio a conocer el atesoramiento ese mismo año creyó que procedía del lugar de origen del donante, dando lugar al nombre inapropiado con el que fue conocido desde entonces.
            La zona de contacto entre el batolito granítico de los Pedroches cordobeses y los estratos sedimentarios que lo flanquean a norte y sur es especialmente pródiga en minas. La más cercana al lugar del hallazgo, Chaparro Barrenado o Los Almadenes, cuenta con cuatro filones BPGC (barita, pirita, galena y calcopirita) de galena argentífera y pirita, muy ricos en cobre y plata, con una riqueza del 63% de plomo y 9,240 kg de plata por tonelada de plomo, y contenidos extremos de 200 kg de plata por tonelada de plomo (García Romero, 2002, 132). Fue explotada a comienzos del pasado siglo para la obtención de galena, y de la importancia de las labores mineras da cuenta el que se instalase allí mismo una escuela, aunque también fue conocida y trabajada por los mineros romanos.
El hábitat romano se encuentra al NW de las rafas y en él se han encontrados cerámica tales como tégulas, ánforas Dressel 1A y 2 o fragmentos de terra sigillata itálica, sudgálica o hispánica de Andújar. Las labores romanas constan de rafas y pozos que llegaron hasta los 230 metros; los pozos se reaprovecharon en época contemporánea (García Romero, 2002, 133-134). Comentaba don Antonio Carbonell, un especialista en la materia, que uno de los mejores métodos para poder calibrar a priori la rentabilidad de una nueva explotación minera en los Pedroches era observar la magnitud de las labores de los mineros de la Antigüedad.
No deja de resultar curioso que quienes han tratado sobre este atesoramiento (Chaves Tristán, 1996; Vaquerizo Gil, 1999) sigan el comentario que le remitió en 1928 el farmacéutico don Moisés Moreno Castro a don Samuel de los Santos de que “el vestigio más importante de restos de viviendas romanas o prerromanas que se conoce es el cerro situado junto a la Virgen de las Cruces…” (de los Santos, 1928, pág. 30), y colocan este “cerro junto a la Virgen de las Cruces” como un sitio próximo al lugar de aparición del atesoramiento. No es así, en absoluto están próximos pues ese lugar, también conocido como “Majadalaiglesia”, está en el término de El Guijo, a 29 km al NE de Los Almadenes, y es presumiblemente el lugar donde se asentó la ciudad romana de Solia.
            El atesoramiento está compuesto por monedas y distintos objetos de plata.

Monedas.
            Don Samuel de los Santos comentaba en 1928 que habían aparecido unas 200 monedas, pero sólo se conservan 106 en el Museo Arqueológico de Córdoba. En 1976 se publicaban otras trece monedas procedentes del tesorillo de los Almadenes, en una colección particular. Con estas fuentes y las citas de don Samuel, Francisca Chaves Tristán (1993) ha podido clasificar 129, todos denarios oficiales romanos excepto un dracma de Arse y siete denarios ibéricos acuñados en Iltirta, Bolskan (2), Ikalesten (3) y Arsaos. El estado de conservación de las piezas es deficiente, tanto por haber pasado un año a la intemperie desde que el caldero de cobre con el conjunto afloró a la luz como por no haber tenido muchas de ellas una limpieza adecuada.
            El denario más antiguo está acuñado entre los años 169 a 158 a. C., mientras que el más reciente lo es en 108 ó 107 a. C., es decir, en el periodo convulso para la República romana que transcurre entre la muerte de los Gracos y la dictadura de Sila. También en la época de esta última acuñación es cuando cimbrios y teutones realizan unas incursiones al interior del territorio romano, siendo derrotados los cimbrios por los celtíberos al intentar penetrar en la Península Ibérica, y derrotados definitivamente por Mario en Varcellae en el año 101 a. C. Igualmente, es un periodo de crisis para las oligarquías indígenas locales, quizá el aspecto más determinante para comprender el motivo de su ocultación.

Elementos de adorno personal y vajillas.
            El tesorillo de Los Almadenes de Alcaracejos es, con diferencia, el más importante de los hallados en el sur de Hispania en cuanto al número de joyas (treinta y dos) y vajillas (ocho) que acompañan a la tesaurización.

Torques. Se conservan tres, y fragmentos de otros cuatro, formados por varios hilos van sogueados entre sí, fundiéndose en los extremos que rematan en forma de ojal.
El collar rígido que denominamos torques gozó de gran estima entre la población ibérica. Su técnica de elaboración está en relación especialmente con la joyería hallstática de la Téne característica de la Edad del Hierro peninsular y de fuerte raíz centroeuropea, pero el tipo más abundante en la Península es poco usado en los torques de tipo céltico, siendo desconocido en el centro de Europa el remate en ojal. Así pues, el torques ibérico es de factura local, y en su desarrollo tuvieron influencias tanto tipos greco-romanos como la tradición del Bronce Final y Orientalizante de la Península Ibérica (de la Bandera, 1996).

Imagen 1: Torques sogueado.

Brazaletes. Hay dos íntegros y fragmentos de otros dos. Los brazaletes o pulseras son el objeto de adorno más común en las tesaurizaciones junto a los torques. Responden a prototipos orientales en aspectos técnicos, formales o estilísticos, aunque en muchos casos estas relaciones son de hecho demasiado parciales. Como afirma María Luisa de la Bandera, “todos los brazaletes son fruto de una producción local que alcanza un estilo ibérico muy marcado, distinguiéndose claramente de piezas similares del Mediterráneo, o Centroeuropa, por series de elementos característicos”, viéndose la pervivencia de tradiciones greco-orientalizantes e influencias de Hallstatt y La Tène (de la Bandera, 1996, pág. 656).

Imagen 2: Brazalete rematado en forma de cabeza de serpiente.

Fíbulas. Es el tercer objeto más común en los atesoramientos que contienen joyas, aunque en número menor a los dos anteriores (de hecho, sólo se conocen completos diez ejemplares de las tesaurizaciones del periodo que se estudia en el territorio de la Bética). Las fíbulas eran como una especie de grandes imperdibles, empleadas para sujetar las distintas piezas del vestido, pues hay no existían los botones.
            En el tesorillo de los Almadenes de Alcaracejos que tratamos hay siete fíbulas íntegras, y fragmentos de otras dos. Hay dos del tipo III, variantes de La Tène I; del tipo IV con escenas zoomorfas y siguiendo el esquema de La Tène Medio; y del tipo V, más esquematizadas que el anterior.
            Aunque su esquema sea típicamente centroeuropeo, son de factura local: “técnica y tipológicamente, pues, son fíbulas de esquemas célticos, pero escasean los paralelos y relaciones vinculantes a esa cultura, ya que son inexistentes fuera de la Península, e incluso en parte de ella” (de la Bandera, op. cit., pág. 657)

Imagen 3: Fíbulas de estilo La Tène.



Anillos. Son escasos en los atesoramientos de los siglos II y I a. C. Sólo se conocen en este de Los Almadenes (tres ejemplares) y otro encontrado en un atesoramiento de Azuel (uno). Los de Los Almadenes son del tipo I (un simple aro) y del tipo II B (espiral con representación de serpiente), modelo conocido en todo el Mediterráneo desde la Edad del Bronce hasta época romana.

Colgantes o collares. Sólo están representados en los atesoramientos de la Bética en nueve plaquitas circulares que aparecen este tesorillo de Los Almadenes. Son discos recortados y troquelados a punzón y decorados a buril o cincel. Son verdaderamente raros: “No se conocen otros ejemplares ni en la región ni en la Península, ni fuera de ella, que puedan guardar unas relaciones culturales claras” (Bandera, 1996, 659). Los tres motivos que aparecen en ellos (Jano bifronte, toro y ave) los vinculan a la fase Plena y Final de la cultura ibérica.

Vajilla. También son abundantes en este conjunto, pues hay íntegros siete cuencos y vasos, y fragmentos de otros seis. Por la analogía que presenta con vasos representados en el Cerro de los Santos (Montealegre del Castillo, Albacete), se considera que algunos de estos cuencos, más que un uso de vajilla doméstica de lujo, pudieran tener un carácter sacro.

Imagen 4: Vajillas y otros objetos del tesorillo de Los Almadenes.

Cronología y consideraciones finales:
            Para este conjunto que tiene monedas, la cronología viene dada por ellas, marcando una fecha a partir de la cual se produjo el ocultamiento, pero es más difícil establecer para las joyas y vajillas de lujo. En el caso concreto de uno de estos tipos, “según el método comparativo y estilístico, todas las fíbulas de las tesaurizaciones andaluzas quedarían encuadradas en un periodo desde el siglo IV al II a. C. aunque es probable que el momento de desarrollo fuera los siglos III-II a. C.” (Bandera, 1996, 680). La fecha en que se ocultó sería a finales del siglo II a. C. F. Chaves Tristán, que ha estudiado todos los atesoramientos de esta época aparecidos en la Bética, considera que el motivo de las ocultaciones estuvo relacionado con el declive de las oligarquías indígenas, que a finales del siglo II a. C. habían perdido su papel de intermediarios con los conquistadores romanos, y que además tenían una competencia en esta función con la de emigrantes itálicos. En esta pugna se produjo algún suceso que impidió que la persona o personas que lo habían enterrado volvieran a por él.
            El que las fíbulas sean de esquema de La Tène ha sido causa de consideraciones étnicas, sobre la presencia de célticos en las tierras del norte de Córdoba a comienzos de la romanización, pues La Tène (con centro en los Alpes) es considerada el paradigma de la cultura celta. Pero, aunque su esquema sea el mismo que el de las más típicas fíbulas celtas de Centroeuropa, es una forma regional de la Península, en exclusiva. Poniendo un ejemplo actual, el que alguien conduzca en España un Toyota no quiere decir que sea japonés, mas es lógico que alguna relación hay. Y es bien cierto que esta zona más septentrional de la actual Andalucía, conocida como Baeturia en la Antigüedad, tiene en el registro arqueológico otros elementos que la vinculan más con la Hispania indoeuropea que con la ibérica típica del Sur y Levante peninsular; a la par que hay significativas ausencias, por ejemplo no se conoce en el norte de Córdoba ni la característica cerámica de bandas ibérica, ni esculturas zoomorfas ni necrópolis de tipo ibérico. (Esto es algo que se observa en la actualidad, la comarca andaluza de Los Pedroches tiene mucha más afinidad cultural -habla, arquitectura tradicional, folclore…- con la Meseta que con el Valle del Guadalquivir.)
            Sí parece claro que el atesoramiento se produjo en un área minera. Don Samuel de los Santos consideró que el tesoro perteneció a un taller de orfebrería, destinado para fabricar objetos más modernos, pero es una hipótesis tan buena como otra cualquiera. María Luisa de la Bandera analiza la totalidad de atesoramientos con objetos de lujo aparecidos en la Bética, y encuentra diferencias entre aquellos que pueden pertenecer a una persona de otros como este de Los Almadenes que tienen una cantidad de joyas que sobrepasa el límite personal, por lo que considera que “bien pudiera tratarse de una vajilla y objetos distintivos perteneciente a un grupo, casta o comunidad de carácter público, civil o sacro, mientras que los fragmentos de objeto y los trozos de metal fundido de plata pudieran corresponder al pago de servicios religiosos (¿ceremonias o rituales?), o a transacciones comerciales realizadas por esa comunidad con una parte de la población que careciera de otro tipo de dinero (moneda)” (Bandera, 1996, 687).

Crédito de las imágenes:
1, 2 y 3: de la Bandera, 1996.
4: Vaquerizo, 1999.

jueves, 21 de marzo de 2013

LOS NOMBRES DE PILA EN VILLANUEVA DE CÓRDOBA HACIA EL AÑO 1600 (2)


Como fuentes de información se emplean los Libros de Bautismos de la Parroquia de San Miguel de 1591 a 1610; los de Matrimonios sólo se han computado hasta 1605, para evitar que la misma persona pudiera aparecer en los dos registros. En total, se han recogido 2.898 nombres propios de personas nacidas o casadas en Villanueva de Córdoba entre 1591 y 1610. Para una población global de unas 1.850 personas al comienzo del periodo, es una muestra significativa y representativa.

Nombres de mujer en Villanueva de Córdoba, 1591-1610.

Figura 1: Proporción de los nombres femeninos en Villanueva de Córdoba, 1591-1610.
 v     El repertorio de nombres es muy escaso, 33 en 1.482 mujeres, lo que da una media de 45 mujeres para cada nombre. Si los nombres personales son signos de identidad, esta monotonía onomástica parece ser un reflejo del escaso papel que tenía la mujer en la sociedad del momento. Esta impresión se acentúa al comprobar la proporción y variedad de nombres masculinos.
v     Existe una gran concentración en unos pocos nombres de pila femeninos. Prácticamente, nueve de cada diez mujeres se llamaban María, Catalina, Ana, Francisca, Juana, Isabel o Marina.
v     Sólo hemos encontrado una mujer con nombre compuesto, Francisca María.
v     Hacia 1600 no había mujeres en Villanueva llamadas Carmen, Dolores, Rosario o Concepción. Eran, simplemente, María. El uso de las distintas advocaciones marianas en la onomástica apareció después.
v     Aún perviven nombres medievales, como Mayor o Aldonza (¿cómo no recordar a esa “moza labradora de muy buen parecer” llamada Aldonza Lorenzo, e inmortalizada como Dulcinea del Toboso?). Pronto desaparecían, al no contar con un apoyo en el santoral.
v     El elevado porcentaje de Isabel y Juana quizá se deba a que fueron los nombres de las reinas apenas un siglo antes.
v     Tras la muerte de Teresa de Jesús en 1582 su fama de santidad se extendió rápidamente. A partir de 1598 comienza a aplicarse este nombre a las niñas jarotas durante su bautismo (no hay mujeres con este nombre que se casaran en el periodo 1591-1605).
v     Algunos nombres (Elena, Benita, Luisa) sólo aparecen en los matrimonios. Posiblemente sean de mujeres nacidas en otros lugares.
v     No aparece el nombre de Josefa, acaso por considerar entonces que no era apropiado que una mujer llevara el nombre del Padre Nutricio de Nuestro Señor. (Lo de Padre Nutricio es una de las lindezas que le atizaron al Santo Varón. De otra, Pater Putativus Incarnatii Verbum, Padre Adoptivo del Verbo Encarnado, surgió su hipocorístico, Pepe.)
v     El santoral cordobés está representado por Victoria, noveno nombre en cuanto a su frecuencia.
v     Hemos comprobado que en algunos casos de mellizas se les ponía a las dos hermanas el mismo nombre.

Cuadro 1: Relación completa, y porcentaje de frecuencia, de los nombres de mujer empleados en Villanueva de Córdoba, 1591-1610.


Nombres de varón en Villanueva de Córdoba, 1591-1610.

Figura 2: Proporción de los nombres masculinos en Villanueva de Córdoba, 1591-1610.


v     Los nombres masculinos son más abundantes, 42 en 1.416 hombres, igual a casi 34 hombres por nombre.
v     También están mucho más distribuidos que los femeninos: si en éstos los dos primeros (María y Catalina) suponían la mitad de las mujeres, los dos más frecuentes de hombre, Juan y Pedro, no llegan a un tercio.
v     Sobre los nombres compuestos hemos encontrado sólo a dos seguros, Juan José y Miguel Martín. Hay un nombre muy peculiar, Pedro Martín, y frecuente en Villanueva de Córdoba, pues hay personas en la actualidad que lo portan. Lo hemos hallado en la serie de matrimonios, con la misma proporción de Pedro que de Pedro Martín; pero no hemos visto ninguno en los bautismos. Ante la duda de si era en verdad el nombre aplicado en el nacimiento, o una costumbre en ciertas familiar, se ha preferido omitirlo del listado, e incluirlo con el resto de “Pedros”.
v     Al igual que con las mujeres, hemos encontrado nombres en los matrimonios que no tuvieron correspondencia en los bautismos, que sospechamos pudieran pertenecer a emigrantes que vinieron a Villanueva por esas fechas: Fabián y García. Los dos últimos, sin santo que los avalase, no tendrían continuidad en una España católica marcada en la onomástica por el Concilio de Trento.
v     Consta el nombre de un santo mártir cordobés del periodo romano, Acisclo, pero no aparece Rafael, arcángel que, por este tiempo, se convertía en el Custodio de la ciudad de Córdoba.
v     San Sebastián era el abogado contra la peste. Parece que no es sólo coincidencia que tras la epidemia que asoló a la capital cordobesa en 1583 se levantara, un par de años después, una ermita bajo su advocación, fuera del casco urbano pero en el mismo camino que conducía a Córdoba. El nombre de Sebastián es más frecuente por esta fecha, 1585, disminuyendo su frecuencia ya entrado el siglo XVII.
v     Gregorio comienza a aparecer en 1601, en la época, precisamente, en que se estaba construyendo su ermita extramuros de Villanueva.
v     En la grafía se refleja “Alonso”, no hay ningún “Alfonso”. También es mayoritario el uso de “Antón”; “Antonio”, como tal, sólo comienza a escribirse en 1599. “Fernando” y “Hernán” se emplean indistintamente: por ejemplo, en la nota marginal del nombre aparece “Hernán”, y en el desarrollo de la partida consta “Fernando”. Sebastián aparece muchas veces como “Bastián”, y una luz de inspiración me alumbró que “Cisco” era, en realidad, “Acisclo”.

Cuadro 2: Relación completa, y porcentaje de frecuencia, de los nombres de varón empleados en Villanueva de Córdoba, 1591-1610.

LOS NOMBRES DE PILA EN VILLANUEVA DE CÓRDOBA HACIA EL AÑO 1600 (1)


            El estudio de los linajes y de la onomástica, de apellidos y nombres, puede ser un instrumento válido para conocer las sociedades del pasado.
            Mucha de la información que se posee de los nombres propios es de origen etimológico y semántico, que, en realidad, aporta poco al objetivo de saber más de las sociedades pasadas a través del uso de los nombres de pila. Cuando unos padres eligieron el nombre de Antonio para su hijo en tiempos de los Reyes Católicos, por ejemplo, no lo hicieron porque etimológicamente significase en etrusco “El que se enfrenta a sus adversarios” para otorgarle, con ese nombre, esa cualidad, porque en más del 99 por 100 de los casos ignorarían su significado. Lo que importa para el estudio es el uso de los nombres, cómo ha cambiado con los tiempos, no su origen remoto.
            Los nombres de pila tienen tres características:
            En primer lugar, cada cual tiene su historia, con unas cualidades similares a las que daba Aristóteles para los seres vivos (nacer, crecer, reproducirse y morir). Tienen un comienzo, que en la mayoría de los casos permanecerá oculto a los investigadores; una transmisión que en el inicio sería de orden familiar o gentilicio; una, posible, popularización por factores derivados de quienes los portaron; y una extinción, una desaparición en su uso.
            En segundo lugar, la transmisión de los nombres no ha sido igual a lo largo de la historia. El nombre de pila elegido por la familia para sus nuevos miembros dependía de unas normas que eran más o menos rígidas, dependiendo de cada sociedad y de cada época. Por lo tanto, conocer esas reglas nos permitirá que la investigación realizada a través de la onomástica llegue a buen puerto. Saber cómo fueron usados los nombres propios por una familia o comunidad a lo largo del tiempo puede permitirnos conocer más de sus creencias, devociones, profesiones, relaciones culturales, influjos externos, etc.
La tercera es que hay que tener también presente que hasta que, desde hace pocas décadas, el cine y la televisión popularizaran nuevos nombres, el modo más usual de propagación de los nombres fue el de la transmisión hereditaria. Por ejemplo, no creamos que la costumbre de poner a los niños el nombre de los abuelos es algo sólo del ámbito rural, sólo hay que ver la lista de reyes de Aragón o Navarra para comprobar que era algo muy común en la realeza del norte peninsular hace mil años.
El plan general que nos hemos propuesto es realizar un análisis estadístico de los nombres propios usados en Villanueva de Córdoba a lo largo de los últimos cuatros siglos, tomando como periodos de muestra varios años alrededor del inicio de cada uno. El primer periodo a estudiar es de 1591 a 1610.
            Antes de comenzar con los datos numéricos, hay que hacer algunas consideraciones sobre los nombres empleados por los jarotes a finales del siglo XVI. Como en el resto de Castilla o Andalucía esos nombres tenían cuatro orígenes:

Ø      Origen prerromano (García).
Ø      Origen greco-romano (Antonio, Lucía, Sebastián).
Ø      Origen judeo-cristiano (María, Juan, Isabel).
Ø      Origen germánico (Fernando, Francisca, Alfonso).

Origen etimológico habría que decir, en cuanto a lo que significaron en las lenguas en que nacieron, pues hasta que llegaron a esa época tuvieron un largo y dispar proceso.
Los nombres que usaban los nativos hispanos al principio de la conquista romana, unos doscientos años antes de nuestra era cristiana, quedaron sepultados por las siguientes oleadas onomásticas. Había algunos de ellos que actualmente no sonarían mal, como Imilce, la princesa de Cástulo que se caso con el cartaginés Aníbal. Han sobrevivido muy pocos de estos nombres ancestrales, aunque más en forma de apellidos actuales: García, Velasco, Áznar, Onneca, Iñigo.
En el proceso de romanización los indígenas peninsulares fueron tomando los nombres latinos, hasta que poco a poco se fueron extinguiendo los vernáculos. También se fueron incorporando nombres de origen griego.
Tras la consolidación del cristianismo como religión oficial del estado romano a finales del siglo IV los nombres de los principales personajes del Nuevo Testamento comenzaron a tomarse por los fieles, como María, una hispana prima y esposa del emperador Honorio a comienzos del siglo V. Con la conquista de los germanos poco después la onomástica peninsular tuvo su tercera gran oleada. Como los germanos eran una minoría entre el conjunto de la población, aunque la minoría dominante, estos nombres de raíz germánica siguieron empleándose como distintivo de adscripción étnica (las clases populares continuaron con sus nombres latinos), hasta la disolución en una de ambas sociedades, hecho acelerado por la conquista de al-Andalus (por ejemplo, Pelayo es nombre de origen griego, mientras que su hermana, Ermesinda, es de clara raíz germana).
De la otra gran cultura peninsular durante la Edad Media, la islámica, no quedaron rastros en la onomástica (aunque sí en algunos apellidos: Benegas, Benjumea), como consecuencia de la pugna entre religiones. Y si algún nombre musulmán se introdujo entre los de pila fue mediante una previa cristianización (Fátima, hija del Profeta y advocación mariana venerada desde comienzos del siglo XX). Porque, fuera cual fuera el origen de los nombres propios, desde finales de la Edad Media la religión fue el principal filtro de aplicación del uso de los nombres propios. Esta situación se reforzó tras el Concilio de Trento, concluido en 1563, que obligaba a que los niños católicos recibiesen en su bautismo nombres de santos conocidos y reconocidos por la Iglesia.
Esto era otra forma de llevar a la onomástica el combate religioso de católicos contra reformistas. Calvinistas o anabaptistas no tomaron en consideración la veneración de los santos que hacían los católicos desde los primeros tiempos del cristianismo (por el tufillo a politeísmo o paganismo que les atribuían), por lo que, para distinguirse de los papistas (como los llamaban), comenzaron a usar casi exclusivamente nombres del Antiguo Testamento que nada tenían que ver con los santos católicos; empezaron a abundar en estas sociedades nombres tales que Abigail o Samuel. Los católicos, en cambio, hicieron bandera de sus santos tomándolos como referentes exclusivos para los nombres de pila. En Villanueva no hay ningún nombre hacia el año 1600 que proceda exclusivamente del Antiguo Testamento, casi todos tienen su santo protector. Y si había alguno, de orígenes medievales (Aldonza, García, Llorente, Mayor) que no tuviese el amparo de la santidad, fue poco a poco extinguiéndose.
Los tres nombres masculinos más frecuentes en Villanueva de Córdoba hacia el año 1600 eran de tres santos de primerísima división celestial: Juan, Francisco y Pedro. En los femeninos, María no tenía competencia en su primacía, siguiéndola a distancia una santa egipcia, Catalina, y la madre de María, Ana.
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miércoles, 20 de marzo de 2013

Patena litúrgica del siglo VII procedente de Majadaiglesia.


Divulgamos en este blog una interesante pieza de Majadaiglesia (El Guijo, Córdoba), considerada desaparecida por quienes han tratado este yacimiento (a excepción de los investigadores del Instituto Arqueológico Alemán). En este lugar, y a falta de confirmación epigráfica, los estudiosos sitúan la población romana de Solia.


Hace ya un siglo que el epigrafista jesuita P. Fidel Fita (1913, 221) daba a conocer lo que definió como una “pátera de barro saguntino”, descubierta en una sepultura de El Guijo. Lo hizo a partir de una fotografía que le envió su corresponsal en la zona, el erudito natural de Belalcázar D. Ángel Delgado. Damos por supuesto, al igual que quienes han citado a este objeto, que procedía concretamente del yacimiento de Majadaiglesia, unos 5,5 km al NE de El Guijo (el lugar también es conocido como santuario de la Virgen de las Cruces, aunque en puridad eso es la ermita, el nombre del pago en general es el de Majadaiglesia, Majada Iglesia o Majadalaiglesia).

Imagen 1: Fotografía de la patena de Majadaiglesia en la publicación del P. Fita (1912, 221).


Pasado el tiempo, y sin más referencias sobre ella, se dio como desaparecida, y así consta en el Catálogo artístico y monumental de la provincia de Córdoba (AA. VV., 1986, Vol. 4, 160) o en la sección de arqueología de El Guijo en Los pueblos de Córdoba (AA. VV., 1993, Vol. 3, 750).
En realidad, y como el Niño Jesús, la pieza no estaba desaparecida, aunque no se encontrase en el templo (algo que no hubiera sido impropio en un objeto litúrgico), sino en el Instituto Valencia de Don Juan de Madrid, siendo publicada, descrita y fotografiada, por D. Pedro de Palol a mediados del siglo XX (Palol, 1950, 86-87, y lámina XLVI).
El P. Fita la describió erróneamente como de terra sigillata y atribuyéndola una inscripción en griego, como consecuencia de que no pudo verla personalmente. D. Pedro de Palol, que la tuvo delante, nos aclara que es una patena de bronce, que define del siguiente modo:
4.- Patena muy afín a la anterior, pero conserva el mango largo, que han perdido las dos piezas citadas [anteriormente]. Tiene pie cilíndrico, en forma de anillo soldado a la parte inferior del plato, como es característico de todas las patenas hispánicas de ese momento. Está decorada con un motivo central muy parecido a la patena anterior: un botón con agujero pequeño en el centro sin flor, con decoración de radios arqueados; y una zona circular alrededor del mismo, limitada por un cordón de puntos incisos, franja que tiene casetones separados por doble línea incisa paralela y una estilización geométrica o floral en cada uno de ellos, lo cual hemos visto también en los vasos citados de León y del Museo Británico. El borde del plato presenta decoración muy clásica de ovas, pero solamente señaladas por líneas incisas, a la vez que la parte interna del mismo limita con un cordón de fino sogueado. Tiene asa de sección semicircular hueca terminada en una especie de estilización animal y está sujeta al plato mediante un ensanchamiento en forma de tres hojas estilizadas. Por el reverso lleva inscrita la palabra VITA (Lám. XLVI).
Mide 20.3 cm. diámetro borde; 33 cm. longitud total con el mango; 4,2 cm. altura y 9,4 cm. diámetro base.
Procede de Guijo de los Pedroches, Belalcázar, Córdoba.
Instituto Valencia de D. Juan. Madrid”.

Imagen 2: fotografía de la patena en el estudio de D. Pedro de Palol (1950, lámina XLVI).


            Quizá contribuyera a que la pieza estuviera tanto tiempo oculta para los investigadores cordobeses el hecho de que D. Pedro de Palol la atribuyera a Belalcázar, confundiendo el origen de su descubridor, D. Ángel Delgado, y el lugar donde apareció la patena. Como procedente de Belalcázar consta en la lámina XLVI. El profesor Palol es uno de los grandes investigadores del complejo periodo de la Antigüedad Tardía, y un auténtico maestro de maestros. El que fuera él quien estudiara la patena es como garantía de trabajo bien hecho.
            Este tipo de platos con pie y mango fueron empleados en la liturgia cristiana. A partir de modelos mediterráneos los talleres de la península pronto comenzaron a fabricarlas, según concluía el profesor de Palol tras estudiar sus formas y paralelos estilísticos. Su cronología se sitúa en la segunda mitad del siglo VII, pues han aparecido con objetos típicos de ese tiempo como son las placas de cinturón liriformes (sobre estas hebillas de cinturón hay intención de volver sobre ellas en otras entradas del blog, pues en nuestra tierra del NE de Córdoba han aparecido en una notable cantidad).
            Sobre el origen de estos platos eucarísticos tampoco el profesor de Palol tiene duda ninguna: no derivan de los productos de la toréutica tardorromana oriental, finos y delicados, sino que “existe una extraña afinidad de las paternas litúrgicas hispanovisigodas con los platos de sacrificio romanos de bronce, extendidos por todo el orbe romano y tan abundantes en España” (Palol, 1950, 164). Esta característica las hace diferentes de otras formas de patenas contemporáneas de otros lugares del mundo cristiano.
            El uso que tenía ha suscitado diversas opiniones entre los estudiosos, considerándolos que serían empleados bien en el bautismo, bien en la eucaristía. En alguna patena aparece un nombre, como Ellani aguamanus, aguamanil de Elanio, o en un jarro Giveldi diaconi, del diácono Gibeldo, lo que recuerda al profesor de Palol el canon 28 del Cuarto Concilio de Toledo, donde es estipulaba que se entregase al subdiácono en su ordenación el lavabo, la patena, y el cáliz y el libro de las Epístolas de San Pablo (Palol, 1950, 26). Hoy en día, durante la ordenación sacerdotal el obispo hace una entrega simbólica al nuevo sacerdote del cáliz para celebrar la misa, pero entonces parece que no era sólo algo simbólico, sino que el diácono Gibeldo recibió al ser consagrado diácono un jarro. Esto no excluye que esos jarros y patenas fueran posteriormente empleados durante la liturgia cristiana en bautismos o eucaristías.
Me resulta muy significativo que se encontrara en el interior de una tumba, siendo un precioso objeto litúrgico, y no demasiado frecuente según los que nos han llegado hasta el presente. Pero si la patena se le entregó a un diácono durante su consagración como tal, quiere decirse que la patena habría acompañado al religioso durante toda su vida, siendo un objeto plenamente personal. Al morir su poseedor, la patena también habría “muerto” simbólicamente, depositándose en la sepultura. Sería algo similar a las armas encontradas en tumbas de guerreros de diversas culturas, como las falcatas dobladas en tumbas ibéricas. No estaban destruidas, porque cualquier herrero podría haberles dado de nuevo su forma en la forja, sino que lo que importaba es que el objeto que había estado junto a esa persona toda su vida, que identificaba y caracterizaba su estatus (sea patena o sea espada), lo seguía al otro mundo.
Si en Majadaiglesia estuvo la ciudad romana de Solia, esta patena atestigua la presencia de una basílica cristiana en el siglo VII, que se habría mantenido desde que el presbítero Eumancio de Solia asistió al Concilio de Iliberris a comienzos del siglo IV. El baptisterio tetralobulado también formaría parte de esa antigua basílica, pues el baptisterio estaba asociado a una iglesia. Con las reformas litúrgicas de hacia el año 600 los baptisterios son añadidos laterales en las iglesias de ábsides contrapuestos y adosados a sus testeros occidentales en las iglesias con coro occidental. En la basílica de El Germo (Espiel, Córdoba), de comienzos del siglo VII, el baptisterio (en este caso oval) estaba en un recinto anexo al de la basílica.