En el dolmen de Las Agulillas

sábado, 30 de marzo de 2013

La Inquisición (I): Origen y difusión.


            La Inquisición no es un invento español, aunque los propagadores de la Leyenda Negra hicieron un buen trabajo y en el imaginario colectivo mundial ha quedado como propio de la España de los Austrias.
            Sin embargo, su origen se remonta a finales del siglo XII. En el sureste de la actual Francia, en el Languedoc, comenzó a arraigarse fuertemente una nueva religión, cuyos adeptos recibieron el nombre de cátaros o albigenses. El Languedoc era entonces una región floreciente y densamente poblada, con una creciente burguesía urbana dedicada al comercio y a incipientes industrias de manufacturas. Los señores feudales (condado de Tolosa, vizcondados vasallos de Carcasona, Béziers, Albi y Rases) tuvieron una actitud condescendiente, cuando no de franca connivencia, para con la nueva religión de los cátaros, pues la herejía estaba inmersa en todo el entramado social.
Aunque la Iglesia pretendiera que la albigense era una herejía del cristianismo, su dogma nada tenía que ver con las herejías del siglo VI que debatían la naturaleza y substancia de la divinidad (arrianismo, monofisismo, nestorianismo). Era en realidad una nueva religión, con su liturgia y teología propias.
            Como el problema de la creciente herejía cátara no sólo era religioso, sino también social al no encajar en el orden establecido, el papa Lucio III y el emperador Federico I Barbaroja se reunieron para tomar medidas conjuntas en 1184, emitiendo ese año el Papa una bula que ha sido considerada como decisiva para la lucha contra la herejía: Ad abolendam. Las bulas se titulaban con las dos primeras palabras de su texto, y en este caso es elocuente: “Para abolir…” cualquier falso dogma de la doctrina cristiana, implicaba a los poderes temporales en su persecución, siendo los encargados los obispos de que se cumpliera la norma. La aplicación de la bula fue muy efectiva en la eliminación de muchos movimientos disidentes cristianos en la mayor parte de Europa; sin embargo, la herejía cátara seguía firmemente asentada en el Languedoc.
            A partir de la llegada al papado del enérgico Inocencio III en 1198 la lucha de la ortodoxia cristiana contra los cátaros tuvo diversas etapas: predicación a cargo de nuevas órdenes religiosas; proclamación de una cruzada militar similar a las emprendidas en Tierra Santa contra los sarracenos; y la creación de una Inquisición institucionalizada para perseguir a los cátaros ferozmente hasta su eliminación.
            En la primera fase destacó un religioso español, Domingo de Guzmán, quien solicitó del papa Inocencio III combatir a los cátaros predicando entre el pueblo llano la teología católica del mismo modo que hacían los cátaros, mediante la pobreza y el ejemplo de la propia vida. Para conseguir su objetivo Domingo trató de constituir una nueva orden religiosa cuya principal misión sería la de predicar la doctrina católica. En 1216 el nuevo Papa, Honorio III, aprobaba la fundación de la orden de los Hermanos Predicadores, luego conocidos como los domini cani, los perros del Señor, o dominicos. Hay que aclarar que Domingo de Guzmán siempre se opuso al empleo de la violencia para erradicar a los cátaros, negándose a participar en la Cruzada que se emprendió contra ellos. Hay un famoso cuadro de Pedro de Berruguete que tiene como motivo central a Santo Domingo pidiendo la libertad de un cátaro condenado al fuego durante un auto de fe, pero es un hecho falso por dos motivos: porque la Inquisición se institucionalizó después de su muerte en 1221, y porque él combatió la herejía con la razón, la palabra y el ejemplo de su vida, no con las armas y la hoguera.
            La segunda etapa fue el empleo de la violencia mediante una Cruzada contra los albigenses, tras la muerte del legado papal Pere de Castelnau en 1208, siendo acusado de connivencia el conde de Tolosa. Un poderoso ejército llegaba al Languedoc en la primavera de 1209; el conde Raimundo solicitó el perdón, que fue aceptado por Inocencio III, pero en la Occitania continuó la resistencia. Los cruzados entraron en el Languedoc como elefante por cacharrería, arrasando por donde pasaban. Fue en el sitio de la ciudad de Béziers durante julio de 1209 cuando el legado pontificio, el cisterciente Arnaud Amaury, respondió a la pregunta de cómo distinguir a sus pobladores católicos de los albigenses: “Matadlos a todos, Dios reconocerá a los suyos”.
            La Cruzada también tuvo su repercusión política. El condado de Tolosa rendía vasallaje a la Corona de Aragón desde inicios del siglo XII, por lo que el rey aragonés Pedro II tuvo que acudir en defensa de sus vasallos contra los cruzados papales, a pesar de su sobrenombre de “el Católico”. Tras su derrota y muerte en la Batalla de Muret en 1213 se abortaba la expansión aragonesa al norte de los Pirineos.
            La tercera etapa de la lucha contra la herejía consistió en la creación de una institución dedicada a la persecución de los últimos cátaros y en la prevención y erradicación de otras desviaciones dogmáticas. Para ello el papa Honorio III buscó la colaboración del emperador para hacer el “trabajo sucio”, consiguiendo que el emperador Federico II emitiera una ley en 1224 por el que se incluía en la legislación civil los cánones religiosos aplicados a la represión de la herejía, conocida como Ley de la hoguera, que “marca el punto de inflexión entre la Iglesia progresista de los papas reformadores y la Iglesia represiva que tiene como seña de identidad la Inquisición institucional” (Huertas, de Miguel y Sánchez, 2007, 95).
            Gregorio IX, sobrino de Inocencio III y Papa desde 1227, era un firme partidario de que la hoguera era el justo merecido para los herejes, y se tomó el asunto en serio. Ese mismo año, durante el Concilio de Narbona, ordenó a los obispos que en cada parroquia se crearan comisiones de testigos encargadas de inquirir (investigar) a los posibles herejes y denunciarlos, siendo responsable de su sanción el poder civil.
            El siguiente paso en la institucionalización de la Inquisición se dio en el Concilio de Tolosa en 1229, donde se recogía la necesidad de crear tribunales permanentes y específicos dedicados a juzgar a los sospechosos de herejía, aunque el juez que estudiara cada caso seguía dependiendo de los obispos.
            Como ya había una nutrida legislación contra la herejía, civil y canónica, Gregorio IX buscó unificar criterios, con la constitución pontificia Excomunicamus et anathemizamus de febrero de 1231. La Inquisición no tomó forma plena desde un primer momento, “fue el resultado de diferentes ensayos, a veces simultáneos, para establecer un frente de lucha contra la herejía que dependiera directamente de al Santa Sede y aplicara procedimientos homogéneos en los procesos (Huertas, de Miguel y Sánchez, 2007, 98). A partir de 1233 se extienden los tribunales inquisitoriales controlados por Roma para luchar contra la herejía de una forma coordinada. Los provinciales de la orden dominica fueron los encargados de nombrar a los inquisidores. El poder civil participará en la aplicación de las penas, pero por otro lado provocaron el rechazo de la población civil ante la crueldad de algunos monjes inquisidores, como Guillermo Arnaud, arrastrado por las calles de Tolosa al negarse a abandonar la ciudad.
            La Inquisición fue persiguiendo a los albigenses uno a uno, para conseguir la completa erradicación de la herejía por el expeditivo método de quemar a los herejes, hasta que en 1243 cae Montsegur, el último reducto cátaro en el Languedoc. Doscientos albigenses rechazaron la oferta de abjurar de su fe para salvar su vida, prefiriendo morir en la hoguera.
Pero la desaparición del catarismo no supuso que también lo hiciera la Inquisición, que se expandió por todo el orbe cristiano controlado por el papado con escasas excepciones: Inglaterra, Portugal o Castilla. Y es que “pronto descubrieron los gobernantes medievales la eficacia de una institución policial tan organizada y eficaz. La Iglesia necesitaba la ortodoxia dogmática para mantener su poder libre de disidencias doctrinales que amenazaran su filosofía de Iglesia Universal, pero también a los Estados les beneficiaba la estabilidad proporcionada por el control social que la Iglesia ejercía a través del Santo Oficio” (Huertas, de Miguel y Sánchez, 2007, 11). Vamos, que como dicen por nuestro pueblo las buenas yuntas Dios los cría, y ellos se juntan.
            La introducción del Santo Oficio en Castilla la aprobó el papa Sixto IV en 1478 a instancias de la reina Isabel, con el fin de dar solución al conflicto referente al régimen religioso de los judeoconversos, quedando los judíos al margen de la institución. Pero el astuto Fernando comprendió enseguida las posibilidades políticas y económicas que suponía la institución. Tras la conquista de Granada en 1492 y la Reforma luterana de inicios del XVI, los antiguos moriscos y los protestantes fueron grupos a seguir por la Inquisición además de los judeoconversos, aunque también había motivaciones políticas: en pleno conflicto con los turcos, los moriscos rebelados en las Alpujarras se consideraron una quinta columna del enemigo, y la misma consideración se les dio a los protestantes.
            La Inquisición española fue empleada como propaganda política por los enemigos de los Austrias, aunque la historiografía ha ido poniendo las cosas en su lugar. Para el periodo de 1540-1700, hubo en Aragón y Castilla 44.674 causas abiertas por la Inquisición, con un total de 1.604 relajados, es decir, pasados al brazo secular para su ejecución (Bethencourt, 1997, pág. 395). En el tribunal de Córdoba, desde 1483 a 1799 fueron relajados en persona 271 varones y 40 mujeres (Gracia, 1983, 536).
            A pesar de la Leyenda Negra antiespañola, en todas partes de la vieja Europa siguieron cociendo habas, pues tras la venda de la Reforma eclesiástica se escondían reaccionarios de tres pares de narices, como Calvino: fue él, y no la Inquisición española, quien mandó a la hoguera a Miguel Server, por ejemplo. Además, la actitud de los inquisidores españoles para con la brujería nada tuvo que ver con la de sus homólogos europeos contemporáneos: “Llama la atención el bajo índice de ejecuciones por brujería llevadas a cabo en los países que siguieron siendo católicos tras la Reforma luterana con respecto a las realizadas en los territorios ganados al protestantismo: la intolerancia de los clérigos protestantes centroeuropeos contrastó, por ejemplo, con la actitud de los inquisidores españoles, mucho más interesados en la lucha contra las desviaciones de la ortodoxia católica. A principios del siglo XVII el inquisidor Salazar, encargado de juzgar a los acusados de brujería en el célebre caso de Zugarramurdi, durante uno de los momentos álgidos de su persecución en Europa, anotaría en el informe que remitió al Inquisidor General, ciertamente enojado: ‘No hubo brujo ni embrujados hasta que se empezó a escribir de ello’… La gran caza de brujas duró hasta finales del siglo XVII, y tuvo una desigual incidencia según las regiones. A pesar de que ésta existió tanto en el ámbito protestante como en el católico, las cifras, que por supuesto siempre hay que manejar con prudencia, nos hablan de una enorme desproporción entre uno y otro. En Alemania, sobre todo a partir de la implantación del protestantismo en el siglo XVI, se calcula en torno a las 25.000 las ejecuciones de brujas en la hoguera; y de 10.000 en la Suiza calvinista. Frente a ellas, en España, la cifra sólo alcanza las 300 ejecuciones, y de ellas solamente 35 se deben a condenas dictadas directamente por la Inquisición” ((Huertas, de Miguel y Sánchez, 2007, 113-114).
            En definitiva, la Inquisición fue una institución que se instaló en casi todos los países del Occidente europeo, entre ellos los reinos de Aragón y Castilla, por lo que es injusto que se asocie sólo con España. Los veinte ajusticiados por brujería en 1693 en Salem, Massachusetts, lo confirman.