Sin
embargo, su origen se remonta a finales del siglo XII. En el sureste de la
actual Francia, en el Languedoc, comenzó a arraigarse fuertemente una nueva
religión, cuyos adeptos recibieron el nombre de cátaros o albigenses. El
Languedoc era entonces una región floreciente y densamente poblada, con una
creciente burguesía urbana dedicada al comercio y a incipientes industrias de
manufacturas. Los señores feudales (condado de Tolosa, vizcondados vasallos de
Carcasona, Béziers, Albi y Rases) tuvieron una actitud condescendiente, cuando
no de franca connivencia, para con la nueva religión de los cátaros, pues la
herejía estaba inmersa en todo el entramado social.
Aunque la Iglesia pretendiera que la
albigense era una herejía del cristianismo, su dogma nada tenía que ver con las
herejías del siglo VI que debatían la naturaleza y substancia de la divinidad
(arrianismo, monofisismo, nestorianismo). Era en realidad una nueva religión,
con su liturgia y teología propias.
Como el
problema de la creciente herejía cátara no sólo era religioso, sino también
social al no encajar en el orden establecido, el papa Lucio III y el emperador
Federico I Barbaroja se reunieron para tomar medidas conjuntas en 1184,
emitiendo ese año el Papa una bula que ha sido considerada como decisiva para
la lucha contra la herejía: Ad abolendam.
Las bulas se titulaban con las dos primeras palabras de su texto, y en este
caso es elocuente: “Para abolir…” cualquier falso dogma de la doctrina cristiana,
implicaba a los poderes temporales en su persecución, siendo los encargados los
obispos de que se cumpliera la norma. La aplicación de la bula fue muy efectiva
en la eliminación de muchos movimientos disidentes cristianos en la mayor parte
de Europa; sin embargo, la herejía cátara seguía firmemente asentada en el
Languedoc.
A partir de
la llegada al papado del enérgico Inocencio III en 1198 la lucha de la
ortodoxia cristiana contra los cátaros tuvo diversas etapas: predicación a
cargo de nuevas órdenes religiosas; proclamación de una cruzada militar similar
a las emprendidas en Tierra Santa contra los sarracenos; y la creación de una
Inquisición institucionalizada para perseguir a los cátaros ferozmente hasta su
eliminación.
En la
primera fase destacó un religioso español, Domingo de Guzmán, quien solicitó
del papa Inocencio III combatir a los cátaros predicando entre el pueblo llano
la teología católica del mismo modo que hacían los cátaros, mediante la pobreza
y el ejemplo de la propia vida. Para conseguir su objetivo Domingo trató de
constituir una nueva orden religiosa cuya principal misión sería la de predicar
la doctrina católica. En 1216 el nuevo Papa, Honorio III, aprobaba la fundación
de la orden de los Hermanos Predicadores, luego conocidos como los domini cani, los perros del Señor, o
dominicos. Hay que aclarar que Domingo de Guzmán siempre se opuso al empleo de
la violencia para erradicar a los cátaros, negándose a participar en la Cruzada que se emprendió
contra ellos. Hay un famoso cuadro de Pedro de Berruguete que tiene como motivo
central a Santo Domingo pidiendo la libertad de un cátaro condenado al fuego
durante un auto de fe, pero es un hecho falso por dos motivos: porque la Inquisición se
institucionalizó después de su muerte en 1221, y porque él combatió la herejía
con la razón, la palabra y el ejemplo de su vida, no con las armas y la
hoguera.
La segunda
etapa fue el empleo de la violencia mediante una Cruzada contra los albigenses,
tras la muerte del legado papal Pere de Castelnau en 1208, siendo acusado de
connivencia el conde de Tolosa. Un poderoso ejército llegaba al Languedoc en la
primavera de 1209; el conde Raimundo solicitó el perdón, que fue aceptado por
Inocencio III, pero en la
Occitania continuó la resistencia. Los cruzados entraron en
el Languedoc como elefante por cacharrería, arrasando por donde pasaban. Fue en
el sitio de la ciudad de Béziers durante julio de 1209 cuando el legado
pontificio, el cisterciente Arnaud Amaury, respondió a la pregunta de cómo
distinguir a sus pobladores católicos de los albigenses: “Matadlos a todos, Dios reconocerá a los suyos”.
La tercera etapa
de la lucha contra la herejía consistió en la creación de una institución
dedicada a la persecución de los últimos cátaros y en la prevención y
erradicación de otras desviaciones dogmáticas. Para ello el papa Honorio III
buscó la colaboración del emperador para hacer el “trabajo sucio”, consiguiendo
que el emperador Federico II emitiera una ley en 1224 por el que se incluía en
la legislación civil los cánones religiosos aplicados a la represión de la
herejía, conocida como Ley de la hoguera,
que “marca el punto de inflexión entre la Iglesia progresista de los
papas reformadores y la
Iglesia represiva que tiene como seña de identidad la Inquisición
institucional” (Huertas, de Miguel y Sánchez, 2007, 95).
Gregorio
IX, sobrino de Inocencio III y Papa desde 1227, era un firme partidario de que
la hoguera era el justo merecido para los herejes, y se tomó el asunto en
serio. Ese mismo año, durante el Concilio de Narbona, ordenó a los obispos que
en cada parroquia se crearan comisiones de testigos encargadas de inquirir
(investigar) a los posibles herejes y denunciarlos, siendo responsable de
su sanción el poder civil.
El
siguiente paso en la institucionalización de la Inquisición se dio en
el Concilio de Tolosa en 1229, donde se recogía la necesidad de crear
tribunales permanentes y específicos dedicados a juzgar a los sospechosos de
herejía, aunque el juez que estudiara cada caso seguía dependiendo de los
obispos.
Como ya
había una nutrida legislación contra la herejía, civil y canónica, Gregorio IX buscó
unificar criterios, con la constitución pontificia Excomunicamus et anathemizamus de febrero de 1231. La Inquisición no tomó forma plena desde un primer momento, “fue el resultado de diferentes ensayos, a
veces simultáneos, para establecer un frente de lucha contra la herejía que
dependiera directamente de al Santa Sede y aplicara procedimientos homogéneos
en los procesos” (Huertas, de Miguel y Sánchez, 2007, 98). A partir
de 1233 se extienden los tribunales inquisitoriales controlados por Roma para
luchar contra la herejía de una forma coordinada. Los provinciales de la orden
dominica fueron los encargados de nombrar a los inquisidores. El poder civil
participará en la aplicación de las penas, pero por otro lado provocaron el
rechazo de la población civil ante la crueldad de algunos monjes inquisidores,
como Guillermo Arnaud, arrastrado por las calles de Tolosa al negarse a
abandonar la ciudad.
Pero la desaparición del
catarismo no supuso que también lo hiciera la Inquisición , que se
expandió por todo el orbe cristiano controlado por el papado con escasas
excepciones: Inglaterra, Portugal o Castilla. Y es que “pronto descubrieron los gobernantes medievales la eficacia de una
institución policial tan organizada y eficaz. La Iglesia necesitaba la
ortodoxia dogmática para mantener su poder libre de disidencias doctrinales que
amenazaran su filosofía de Iglesia Universal, pero también a los Estados les
beneficiaba la estabilidad proporcionada por el control social que la Iglesia ejercía a través
del Santo Oficio” (Huertas, de Miguel y Sánchez, 2007, 11). Vamos, que como
dicen por nuestro pueblo las buenas yuntas Dios los cría, y ellos se juntan.
La
introducción del Santo Oficio en Castilla la aprobó el papa Sixto IV en 1478 a instancias de la
reina Isabel, con el fin de dar solución al conflicto referente al régimen
religioso de los judeoconversos, quedando los judíos al margen de la
institución. Pero el astuto Fernando comprendió enseguida las posibilidades
políticas y económicas que suponía la institución. Tras la conquista de Granada
en 1492 y la Reforma
luterana de inicios del XVI, los antiguos moriscos y los protestantes fueron
grupos a seguir por la
Inquisición además de los judeoconversos, aunque también
había motivaciones políticas: en pleno conflicto con los turcos, los moriscos
rebelados en las Alpujarras se consideraron una quinta columna del enemigo, y
la misma consideración se les dio a los protestantes.
A pesar de la Leyenda Negra antiespañola, en
todas partes de la vieja Europa siguieron cociendo habas, pues tras la venda de
la Reforma
eclesiástica se escondían reaccionarios de tres pares de narices, como Calvino:
fue él, y no la
Inquisición española, quien mandó a la hoguera a Miguel
Server, por ejemplo. Además, la actitud de los inquisidores españoles para con
la brujería nada tuvo que ver con la de sus homólogos europeos contemporáneos:
“Llama la atención el bajo índice de
ejecuciones por brujería llevadas a cabo en los países que siguieron siendo
católicos tras la Reforma
luterana con respecto a las realizadas en los territorios ganados al
protestantismo: la intolerancia de los clérigos protestantes centroeuropeos
contrastó, por ejemplo, con la actitud de los inquisidores españoles, mucho más
interesados en la lucha contra las desviaciones de la ortodoxia católica. A
principios del siglo XVII el inquisidor Salazar, encargado de juzgar a los
acusados de brujería en el célebre caso de Zugarramurdi, durante uno de los momentos
álgidos de su persecución en Europa, anotaría en el informe que remitió al
Inquisidor General, ciertamente enojado: ‘No hubo brujo ni embrujados hasta
que se empezó a escribir de ello’… La
gran caza de brujas duró hasta finales del siglo XVII, y tuvo una desigual
incidencia según las regiones. A pesar de que ésta existió tanto en el ámbito
protestante como en el católico, las cifras, que por supuesto siempre hay que
manejar con prudencia, nos hablan de una enorme desproporción entre uno y otro.
En Alemania, sobre todo a partir de la implantación del protestantismo en el
siglo XVI, se calcula en torno a las 25.000 las ejecuciones de brujas en la
hoguera; y de 10.000 en la Suiza
calvinista. Frente a ellas, en España, la cifra sólo alcanza las 300 ejecuciones,
y de ellas solamente 35 se deben a condenas dictadas directamente por la Inquisición ”
((Huertas, de Miguel y Sánchez, 2007, 113-114).
En
definitiva, la Inquisición
fue una institución que se instaló en casi todos los
países del Occidente europeo, entre ellos los reinos de Aragón y Castilla, por
lo que es injusto que se asocie sólo con España. Los veinte ajusticiados por
brujería en 1693 en Salem, Massachusetts, lo confirman.