En la encomiable compilación de
procesos vistos por el Tribunal de la Inquisición de Córdoba de Rafael Gracia (1983) aparecen
dieciocho causas de personas procedentes de las Siete Villas de los Pedroches.
Lo primero que llama la atención es que más de la mitad, diez, sean de
naturales de Torrecampo. El único municipio del que no consta ningún encausado
es Pozoblanco. No creo que ello se deba a que en un lugar hubiera gran cantidad
de herejes mientras que el otro estuviera impregnado de una beatífica santidad,
sino al mayor o menor celo en su actividad de comisarios y familiares.
Éstos eran cargos sin sueldo,
pero muy demandados porque daban un gran prestigio y servían para ascender en
el escalafón. Su función se desarrollaba sobre todo en los lugares alejados de
la sede del tribunal, constituyendo la red de información o espionaje del Santo
Oficio. No sólo informaban, también podían ser empleados para perseguir o
detener herejes o sospechosos. Al principio los familiares procedían sobre todo
de las clases populares (artesanos y labradores), pero con el tiempo los nobles
empezaron a acaparar los cargos de comisarios y familiares por la consideración
social que les daba. En Villanueva de Córdoba un Familiar del Santo Oficio,
Bartolomé Moreno Capitán, mandó labrar esa condición en 1763 en el dintel de su
casa, hoy en la calle del Pozo.
La mayor parte de los procesos
tuvieron lugar en la segunda mitad del siglo XVI; no consta ninguno en el XVII
y los últimos encausados lo fueron en 1718 y 1724. Dos personas fueron
absueltas y el resto condenadas, aunque ninguna de ellas fue “relajada al brazo
secular”, o sea, ejecutada. Las penas más graves fueron para dos personas de
azotes, y a una de ellas, además, galeras. A un fraile acusado de herejía se le
mandó a cárcel perpetua.
Sólo figura un acusado condenado
por temas relacionados por brujería o satanismo, y además el último en el
tiempo, de una persona que vendió su alma al diablo por cinco mil doblones de a
ocho en 1724. A
razón de 27 gramos
cada uno, estimó que su alma valía 135 kg de oro. Una pasta, entonces, y ahora,
aunque el infeliz no contempló, como sí hizo la Inquisición , que lo
importante era la salvación eterna.
Entre los encausados no hay
ninguno relacionado directamente con el problema judeoconverso. El comer carne
los viernes, por lo que fueron condenadas dos personas, era motivo de sospecha
para los inquisidores de la existencia de judaísmo oculto, aunque no
necesariamente era así. A un jarote que lo condenaron por este motivo debieron
de hacerlo más bien por contestón, pues su respuesta de que no era pecado comer
carne en viernes, pues lo que daña al cuerpo es lo que sale, que no lo que no
entra, son palabras del propio Jesús recogidas en el Evangelio de San Marcos
(7, 18-20): “¿No entendéis que todo lo de
fuera que entra en el hombre, no le puede contaminar, porque no entra en su
corazón, sino en el vientre, y sale a la letrina? Esto decía, haciendo limpios
todos los alimentos. Pero decía, que lo que del hombre sale, eso contamina al hombre”.
Precisamente, por esta cita evangélica los cristianos, en inicio los de origen
gentil, abandonaron la prohibición del Antiguo Testamento de consumir carne de
cerdo, así que ese jarote dijo, literalmente, el Evangelio a voces. De nada le
sirvió, y fue desterrado durante cuatro meses.
Negar el dogma de la Santísima Trinidad
era para los inquisidores otro indicio de judaísmo o morisco escaqueado, y caro
le salió el comentario al vecino de Torrecampo que recibió doscientos azotes.
Hay un solo caso seguro de
“cristiano nuevo de moros”, aunque salió libre por demostrar que sus delatores
eran enemigos suyos. También hay únicamente un encausado por vinculación con el
luteranismo, aunque, en el fondo, no defendía esa doctrina, sino que venía a
decir que los luteranos también eran hijitos de Dios. En la más pura caridad
cristiana eso es cierto, pero no era el tiempo más adecuado para comentarlo.
Uno de los últimos condenados, en
1718, fue un fraile seguidor de Isabel del Castillo, a quien la Inquisición consideró
heresiarca, o sea, nada menos que autora de una herejía.
Aunque el principal cometido de la Inquisición era la
vigilancia de la ortodoxia católica, vigilando a sospechosos de judaísmo
oculto, moriscos renegados o luteranos latentes, cualquier cristiano viejo
podía ser encausado por atentar contra el dogma, los Sacramentos o los Mandamientos
de la Santa Madre Iglesia.
Dos religiosos de Torrecampo
fueron condenados por haber “solicitado a sus hijas de penitencia en el acto de
la confesión” en 1582 y 1584. Los inquisidores no penaron la intención de
carnal coyunda por parte de un religioso, sino que el clérigo profanase el
sacramento de la confesión al hacer su solicitud en ese acto.
Del mismo modo, fue sancionada
una vecina de Pedroche por afirmar que el estado de los religiosos no lo había
creado Dios: era un atentado contra el sacramento del orden sacerdotal.
El sacramento cuya infracción conllevó más encausados fue
el del matrimonio: cuatro por afirmar que no era pecado “echarse con una
mujer pagándoselo” o vivir amancebados dos solteros, y el quinto un arriero
de Villanueva de Córdoba, con el agravante de haberlo profanado al casarse dos
veces, lo que le valió en 1558 una pena de azotes y galeras. En plena guerra
con los turcos en el Mediterráneo la demanda de galeotes forzados era muy alta.
También fue condenado un vecino de Torrecampo por criticar
las bulas enviadas por el Papa para recaudar dinero, y dos por blasfemos de la
misma localidad. De 1558 a
1588 los Familiares del Santo Oficio de Torrecampo se mostraron especialmente
diligentes.
Cuadro:
Relación de encausados de las Siete Villas de los Pedroches por el Tribunal de la Inquisición en
Córdoba, siglos XVI al XVIII (Fuente: Gracia, 1983).
Finis coronat opus