En el dolmen de Las Agulillas

jueves, 21 de marzo de 2013

LOS NOMBRES DE PILA EN VILLANUEVA DE CÓRDOBA HACIA EL AÑO 1600 (1)


            El estudio de los linajes y de la onomástica, de apellidos y nombres, puede ser un instrumento válido para conocer las sociedades del pasado.
            Mucha de la información que se posee de los nombres propios es de origen etimológico y semántico, que, en realidad, aporta poco al objetivo de saber más de las sociedades pasadas a través del uso de los nombres de pila. Cuando unos padres eligieron el nombre de Antonio para su hijo en tiempos de los Reyes Católicos, por ejemplo, no lo hicieron porque etimológicamente significase en etrusco “El que se enfrenta a sus adversarios” para otorgarle, con ese nombre, esa cualidad, porque en más del 99 por 100 de los casos ignorarían su significado. Lo que importa para el estudio es el uso de los nombres, cómo ha cambiado con los tiempos, no su origen remoto.
            Los nombres de pila tienen tres características:
            En primer lugar, cada cual tiene su historia, con unas cualidades similares a las que daba Aristóteles para los seres vivos (nacer, crecer, reproducirse y morir). Tienen un comienzo, que en la mayoría de los casos permanecerá oculto a los investigadores; una transmisión que en el inicio sería de orden familiar o gentilicio; una, posible, popularización por factores derivados de quienes los portaron; y una extinción, una desaparición en su uso.
            En segundo lugar, la transmisión de los nombres no ha sido igual a lo largo de la historia. El nombre de pila elegido por la familia para sus nuevos miembros dependía de unas normas que eran más o menos rígidas, dependiendo de cada sociedad y de cada época. Por lo tanto, conocer esas reglas nos permitirá que la investigación realizada a través de la onomástica llegue a buen puerto. Saber cómo fueron usados los nombres propios por una familia o comunidad a lo largo del tiempo puede permitirnos conocer más de sus creencias, devociones, profesiones, relaciones culturales, influjos externos, etc.
La tercera es que hay que tener también presente que hasta que, desde hace pocas décadas, el cine y la televisión popularizaran nuevos nombres, el modo más usual de propagación de los nombres fue el de la transmisión hereditaria. Por ejemplo, no creamos que la costumbre de poner a los niños el nombre de los abuelos es algo sólo del ámbito rural, sólo hay que ver la lista de reyes de Aragón o Navarra para comprobar que era algo muy común en la realeza del norte peninsular hace mil años.
El plan general que nos hemos propuesto es realizar un análisis estadístico de los nombres propios usados en Villanueva de Córdoba a lo largo de los últimos cuatros siglos, tomando como periodos de muestra varios años alrededor del inicio de cada uno. El primer periodo a estudiar es de 1591 a 1610.
            Antes de comenzar con los datos numéricos, hay que hacer algunas consideraciones sobre los nombres empleados por los jarotes a finales del siglo XVI. Como en el resto de Castilla o Andalucía esos nombres tenían cuatro orígenes:

Ø      Origen prerromano (García).
Ø      Origen greco-romano (Antonio, Lucía, Sebastián).
Ø      Origen judeo-cristiano (María, Juan, Isabel).
Ø      Origen germánico (Fernando, Francisca, Alfonso).

Origen etimológico habría que decir, en cuanto a lo que significaron en las lenguas en que nacieron, pues hasta que llegaron a esa época tuvieron un largo y dispar proceso.
Los nombres que usaban los nativos hispanos al principio de la conquista romana, unos doscientos años antes de nuestra era cristiana, quedaron sepultados por las siguientes oleadas onomásticas. Había algunos de ellos que actualmente no sonarían mal, como Imilce, la princesa de Cástulo que se caso con el cartaginés Aníbal. Han sobrevivido muy pocos de estos nombres ancestrales, aunque más en forma de apellidos actuales: García, Velasco, Áznar, Onneca, Iñigo.
En el proceso de romanización los indígenas peninsulares fueron tomando los nombres latinos, hasta que poco a poco se fueron extinguiendo los vernáculos. También se fueron incorporando nombres de origen griego.
Tras la consolidación del cristianismo como religión oficial del estado romano a finales del siglo IV los nombres de los principales personajes del Nuevo Testamento comenzaron a tomarse por los fieles, como María, una hispana prima y esposa del emperador Honorio a comienzos del siglo V. Con la conquista de los germanos poco después la onomástica peninsular tuvo su tercera gran oleada. Como los germanos eran una minoría entre el conjunto de la población, aunque la minoría dominante, estos nombres de raíz germánica siguieron empleándose como distintivo de adscripción étnica (las clases populares continuaron con sus nombres latinos), hasta la disolución en una de ambas sociedades, hecho acelerado por la conquista de al-Andalus (por ejemplo, Pelayo es nombre de origen griego, mientras que su hermana, Ermesinda, es de clara raíz germana).
De la otra gran cultura peninsular durante la Edad Media, la islámica, no quedaron rastros en la onomástica (aunque sí en algunos apellidos: Benegas, Benjumea), como consecuencia de la pugna entre religiones. Y si algún nombre musulmán se introdujo entre los de pila fue mediante una previa cristianización (Fátima, hija del Profeta y advocación mariana venerada desde comienzos del siglo XX). Porque, fuera cual fuera el origen de los nombres propios, desde finales de la Edad Media la religión fue el principal filtro de aplicación del uso de los nombres propios. Esta situación se reforzó tras el Concilio de Trento, concluido en 1563, que obligaba a que los niños católicos recibiesen en su bautismo nombres de santos conocidos y reconocidos por la Iglesia.
Esto era otra forma de llevar a la onomástica el combate religioso de católicos contra reformistas. Calvinistas o anabaptistas no tomaron en consideración la veneración de los santos que hacían los católicos desde los primeros tiempos del cristianismo (por el tufillo a politeísmo o paganismo que les atribuían), por lo que, para distinguirse de los papistas (como los llamaban), comenzaron a usar casi exclusivamente nombres del Antiguo Testamento que nada tenían que ver con los santos católicos; empezaron a abundar en estas sociedades nombres tales que Abigail o Samuel. Los católicos, en cambio, hicieron bandera de sus santos tomándolos como referentes exclusivos para los nombres de pila. En Villanueva no hay ningún nombre hacia el año 1600 que proceda exclusivamente del Antiguo Testamento, casi todos tienen su santo protector. Y si había alguno, de orígenes medievales (Aldonza, García, Llorente, Mayor) que no tuviese el amparo de la santidad, fue poco a poco extinguiéndose.
Los tres nombres masculinos más frecuentes en Villanueva de Córdoba hacia el año 1600 eran de tres santos de primerísima división celestial: Juan, Francisco y Pedro. En los femeninos, María no tenía competencia en su primacía, siguiéndola a distancia una santa egipcia, Catalina, y la madre de María, Ana.
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