El estudio
de los linajes y de la onomástica, de apellidos y nombres, puede ser un
instrumento válido para conocer las sociedades del pasado.
Mucha de la
información que se posee de los nombres propios es de origen etimológico y
semántico, que, en realidad, aporta poco al objetivo de saber más de las
sociedades pasadas a través del uso de los nombres de pila. Cuando unos padres
eligieron el nombre de Antonio para su hijo en tiempos de los Reyes Católicos,
por ejemplo, no lo hicieron porque etimológicamente significase en etrusco “El
que se enfrenta a sus adversarios” para otorgarle, con ese nombre, esa
cualidad, porque en más del 99 por 100 de los casos ignorarían su significado.
Lo que importa para el estudio es el uso de los nombres, cómo ha cambiado con
los tiempos, no su origen remoto.
Los nombres
de pila tienen tres características:
En primer
lugar, cada cual tiene su historia, con unas cualidades similares a las que
daba Aristóteles para los seres vivos (nacer, crecer, reproducirse y morir).
Tienen un comienzo, que en la mayoría de los casos permanecerá oculto a los
investigadores; una transmisión que en el inicio sería de orden familiar o
gentilicio; una, posible, popularización por factores derivados de quienes los
portaron; y una extinción, una desaparición en su uso.
En segundo
lugar, la transmisión de los nombres no ha sido igual a lo largo de la
historia. El nombre de pila elegido por la familia para sus nuevos miembros
dependía de unas normas que eran más o menos rígidas, dependiendo de cada
sociedad y de cada época. Por lo tanto, conocer esas reglas nos permitirá que
la investigación realizada a través de la onomástica llegue a buen puerto.
Saber cómo fueron usados los nombres propios por una familia o comunidad a lo
largo del tiempo puede permitirnos conocer más de sus creencias, devociones,
profesiones, relaciones culturales, influjos externos, etc.
La tercera es que hay que tener
también presente que hasta que, desde hace pocas décadas, el cine y la
televisión popularizaran nuevos nombres, el modo más usual de propagación de
los nombres fue el de la transmisión hereditaria. Por ejemplo, no creamos que
la costumbre de poner a los niños el nombre de los abuelos es algo sólo del ámbito
rural, sólo hay que ver la lista de reyes de Aragón o Navarra para comprobar
que era algo muy común en la realeza del norte peninsular hace mil años.
El plan general que nos hemos
propuesto es realizar un análisis estadístico de los nombres propios usados en
Villanueva de Córdoba a lo largo de los últimos cuatros siglos, tomando como
periodos de muestra varios años alrededor del inicio de cada uno. El primer
periodo a estudiar es de 1591
a 1610.
Antes de
comenzar con los datos numéricos, hay que hacer algunas consideraciones sobre
los nombres empleados por los jarotes a finales del siglo XVI. Como en el resto
de Castilla o Andalucía esos nombres tenían cuatro orígenes:
Ø
Origen prerromano (García).
Ø
Origen greco-romano (Antonio, Lucía, Sebastián).
Ø
Origen judeo-cristiano (María, Juan, Isabel).
Ø
Origen germánico (Fernando, Francisca, Alfonso).
Origen etimológico habría que
decir, en cuanto a lo que significaron en las lenguas en que nacieron, pues
hasta que llegaron a esa época tuvieron un largo y dispar proceso.
Los nombres que usaban los
nativos hispanos al principio de la conquista romana, unos doscientos años
antes de nuestra era cristiana, quedaron sepultados por las siguientes oleadas
onomásticas. Había algunos de ellos que actualmente no sonarían mal, como
Imilce, la princesa de Cástulo que se caso con el cartaginés Aníbal. Han
sobrevivido muy pocos de estos nombres ancestrales, aunque más en forma de
apellidos actuales: García, Velasco, Áznar, Onneca, Iñigo.
En el proceso de romanización los
indígenas peninsulares fueron tomando los nombres latinos, hasta que poco a
poco se fueron extinguiendo los vernáculos. También se fueron incorporando
nombres de origen griego.
Tras la consolidación del
cristianismo como religión oficial del estado romano a finales del siglo IV los
nombres de los principales personajes del Nuevo Testamento comenzaron a tomarse
por los fieles, como María, una hispana prima y esposa del emperador Honorio a
comienzos del siglo V. Con la conquista de los germanos poco después la onomástica
peninsular tuvo su tercera gran oleada. Como los germanos eran una minoría
entre el conjunto de la población, aunque la minoría dominante, estos nombres
de raíz germánica siguieron empleándose como distintivo de adscripción étnica
(las clases populares continuaron con sus nombres latinos), hasta la disolución
en una de ambas sociedades, hecho acelerado por la conquista de al-Andalus (por
ejemplo, Pelayo es nombre de origen griego, mientras que su hermana, Ermesinda,
es de clara raíz germana).
De la otra gran cultura
peninsular durante la Edad Media ,
la islámica, no quedaron rastros en la onomástica (aunque sí en algunos
apellidos: Benegas, Benjumea), como consecuencia de la pugna entre religiones.
Y si algún nombre musulmán se introdujo entre los de pila fue mediante una
previa cristianización (Fátima, hija del Profeta y advocación mariana venerada
desde comienzos del siglo XX). Porque, fuera cual fuera el origen de los
nombres propios, desde finales de la Edad
Media la religión fue el principal filtro de aplicación del
uso de los nombres propios. Esta situación se reforzó tras el Concilio de
Trento, concluido en 1563, que obligaba a que los niños católicos recibiesen en
su bautismo nombres de santos conocidos y reconocidos por la Iglesia.
Esto era otra forma de llevar a
la onomástica el combate religioso de católicos contra reformistas. Calvinistas
o anabaptistas no tomaron en consideración la veneración de los santos que
hacían los católicos desde los primeros tiempos del cristianismo (por el
tufillo a politeísmo o paganismo que les atribuían), por lo que, para
distinguirse de los papistas (como los llamaban), comenzaron a usar casi
exclusivamente nombres del Antiguo Testamento que nada tenían que ver con los
santos católicos; empezaron a abundar en estas sociedades nombres tales que
Abigail o Samuel. Los católicos, en cambio, hicieron bandera de sus santos
tomándolos como referentes exclusivos para los nombres de pila. En Villanueva
no hay ningún nombre hacia el año 1600 que proceda exclusivamente del Antiguo
Testamento, casi todos tienen su santo protector. Y si había alguno, de
orígenes medievales (Aldonza, García, Llorente, Mayor) que no tuviese el amparo
de la santidad, fue poco a poco extinguiéndose.
Los tres nombres masculinos más frecuentes en
Villanueva de Córdoba hacia el año 1600 eran de tres santos de primerísima
división celestial: Juan, Francisco y Pedro. En los femeninos, María no tenía
competencia en su primacía, siguiéndola a distancia una santa egipcia,
Catalina, y la madre de María, Ana.
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