En el dolmen de Las Agulillas

martes, 6 de agosto de 2013

Nombres propios (1691-1710) en Villanueva de Córdoba

       Hasta finales de la década de 1680 no se aprecia que hubiera ningún cambio en la imposición de nombres a los niños. Hasta ese momento la onomástica de Villanueva de Córdoba se caracterizaba por la exclusividad de nombres simples y por el predominio de ciertos nombres, mucho más acusado en los femeninos.
       Pero a partir de 1685 comienza una nueva tendencia, que va surgiendo poco a poco para afianzarse en la década de 1690: la imposición de nombres compuestos, con una riqueza y variedad propia de la época barroca.
       Se han recogido los nombres de 2.924 personas bautizadas entre 1691 y 1710 en Villanueva de Córdoba, 1.489 varones y 1.435 mujeres.
       En cuanto a los nombres masculinos:
* En estos dos decenios se emplearon 141 nombres, lo que supone una media de 10,56 personas por nombre.

* Los 47 nombres simples supusieron el 92 % del total de varones; los 92 nombres compuestos se emplearon en el 8% restante.

* Hubo 87 nombres que fueron llevados sólo por una persona.

Relación completa de nombres, y porcentaje, de los varones nacidos en Villanueva de Córdoba, 1691-1710.


 * Los nombres de varón más frecuentes siguen siendo Juan, Francisco, Pedro y Bartolomé; aunque disminuye algo su porcentaje, entre los cuatro abarcaban al 45,94% de los niños nacidos en ese periodo. El nombre de Alonso (y también ya algún Alfonso) asciende en detrimento de Martín.

Porcentaje de los nombres masculinos más frecuentes en 1591-1610, 1649-1668 y 1691-1710.


 Sobre los nombres femeninos:
* Se aplicaron 139 nombres, equivalentes a 10,32 mujeres por nombre (una cifra prácticamente similar a la de los varones).

* Los 39 nombre simples agruparon al 82% de las niñas nacidas en ese periodo, y los 100 compuestos al 18%. Esto significa que hubo una mayor incidencia de los nombres compuestos en las mujeres que en los hombres.

* Un total de 84 nombres de mujer sólo tuvieron una representante.

Relación completa de nombres, y porcentaje, de las mujeres en Villanueva de Córdoba, 1691-1710.



* Continúa la abrumadora mayoría de María, Catalina y Ana, aunque su proporción desciende al 52% frente al 64% de medio siglo antes. Aunque el predominio de María se afianza con los nombres compuestos, pues será el preferido entre los femeninos para formarlos: 52 nombres compuestos (el 37,4% del total del repertorio onomástico femenino) tomarán a María para formarlos.

Porcentaje de los nombres femeninos más frecuentes en 1591-1610, 1649-1668 y 1691-1710.
* Debe quedar bien claro que para la formación de los nombres compuestos no se empleó como norma la costumbre, frecuente hasta no hace tanto, de imponer el segundo nombre por el santo del día. Tras ir comprobando los nombres y fechas de nacimiento con el Santoral completo del Dr. Ángel Fábrega Grau (auténtico mano santo para este cometido, nunca mejor dicho) se comprueba que los nombres relacionados con el santoral no suponen más de un tercio, y no siempre fueron el segundo: por ejemplo, en 4 de diciembre (día de la patrona de los mineros) nacieron Bárbara Brígida o Bárbara María. Esta misma circunstancia, de imponer el nombre del santo del día como el primero también se observa en los formados con Eulogio, Lorenza, Cayetana o Melchor de la Cruz (nacido, evidentemente, un 6 de enero).

* Nombres compuestos como Ana María o María Josefa llegan a tener unos niveles relativamente elevados, estando en los puestos 10-11 de la relación. En los masculinos, el nombre compuesto más frecuente, José Francisco, ocupa el lugar 32.

* La principal vía de transmisión de nombres fue la de abuelo-nieto, pero también se comprueba que hubo entonces, como ahora, un efecto que puede denominarse de "mimetismo": es lo evidente tras verse casi seguidas en la serie de bautismos a dos personas con el mismo e infrecuente nombre, como María Agustina o María de San Lorenzo.

* Otro aspecto interesante a destacar es que tras afianzarse los nombres compuestos, en los femeninos comienzan a aparecer las primeras advocaciones marianas. La primera, y no es raro, fue en 1695, con una niña a la que impusieron de nombre María de Luna; continuaron con María Candelaria y Catalina María de las Nieves. Porcentualmente, son muy poco significativos aún, pero le están abriendo las puertas a las Lolas, Cármenes o Conchas del futuro.

* En la elección de los nombres no parece que se buscasen siempre "nombres bonitos", de sonoridad o evocaciones agradables, como puede ser Rosa María, también nacida la primera jarota con este nombre en 1695, sino que por la propia elección de los padres (acaso mediatizada por la atávica costumbre de nombre de abuelo al nieto) surgieron nombres compuestos que hoy resultarían imposibles (al menos no figuran en la base de datos onomásticos del Instituto Nacional de Estadística, o existen menos de veinte personas con dichos nombres en todo el territorio nacional, según los datos procedentes de la Estadística del Padrón Continuo a fecha 01-01-2012 en el censo de 2010), como Josefa Bernarda, Felipe Lucas, Martina Micaela o Pelagio Antonio. Aunque mis preferidos con Toribio José y Francisca Matea. Más que barrocos, son nombres churriguerescos.

* Con todos los nombres nuevos da la impresión de que se busca una identificación de la persona, frente a la monótona marea de María, Juan, Pedro y Catalina.

* Debemos preguntarnos el porqué de este cambio del repertorio de nombres, y también por qué precisamente en estas fechas. Normalmente, los cambios en la onomástica son consecuentes a transformaciones sociales o culturales. Todos conocemos un claro ejemplo de esto, cuando con la Transición, e incluso algo antes, se introducen muchos nombres de pila hasta entonces desconocidos, muchos de ellos procedentes de la cultura anglosajona. Planteo la hipótesis de que el cambio de nombres del periodo 1691-1710 fue una consecuencia de la grave crisis por la que atravesó la población de Villanueva de Córdoba entre 1679-1685.
       Durante la segunda mitad del siglo XVII la población de Villanueva se mantiene estacionaria: 817 vecinos en 1657 y 837 en 1694. Estamos en el periodo más frío de la Pequeña Edad del Hielo, conocido como Mínimo de Maunder (1645-1715), con inviernos muy rigurosos en el interior peninsular. No disponemos de la serie de defunciones, pero sí las de nacimientos, que muestran en 1679 y 1685 los mínimos de toda la segunda mitad del siglo XVII, inferiores aún al volumen de nacimientos de 1651, cuando Villanueva de Córdoba se vio afectada por la peste. En las actas del Ayuntamiento de Pozoblanco de estos años se muestra la preocupación de las autoridades locales en mantener un cordón sanitario para evitar el contagio de la peste, lo que consiguieron, pero no pudieron evitar verse afectados por "nuevas enfermedades" y una terrible crisis de subsistencias.
       El notario de Bujalance D. Juan Díaz del Moral cita la serie de calamidades que afectaron a la población cordobesa en esta época: “[Hubo] en 1679, epidemia de palúdicas; en 1682, peste; en 1683 se pierden las cosechas por sequía; en 1684, exceso de lluvias, peste de tabardillos; en 1685, pérdida de cosechas por sequía; en 1687, 1689 y 1690, sequía” (Díaz del Moral, 1929, 64). Los mínimos de nacimientos en Villanueva coinciden con la epidemia de paludismo (1679) y la de tifus (1684-1685), unida esta última a una carestía de alimentos, algo que resultaba frecuente en esta época: los ingleses llamaban al tifus la "fiebre del hambre". (Por cierto, que aunque en el siglo XVII se llamase con el nombre de "tabardillo" indistintamente al tifus exantemático y a las fiebres tifoideas -las típicas salmonellas estivales-, tanto la etiología como el vector de transmisión -piojo en el primer caso; humanos y agua o alimentos contaminados en el segundo- de cada una son completamente distintos.
       El periodo de 1679-1685 fue especialmente crítico, y aunque la población reaccionó con un tremendo vigor (los 87 nacimientos de 1685 se convirtieron en 196 en 1690) esta etapa dejó su recuerdo en quienes la padecieron y, quizá como ocurrió mucho después durante la Transición, comenzaron a imponer nuevos nombres a los recién nacidos con la esperanza de que tuvieran un futuro mejor. Es sólo una hipótesis, pero lo significativo es que el cambio de la onomástica se produjo, precisamente, después del periodo de crisis, y no antes o durante ella.