En el dolmen de Las Agulillas

domingo, 13 de abril de 2014

Más malo que un tabardillo (1738, epidemia de tifus en Villanueva de Córdoba).

     La población española se vio asolada durante la Edad Moderna por unas cíclicas crisis de mortalidad de variado origen. Unas veces eran crisis de subsistencias, provocadas por la escasez de alimentos; en otras, epidemias de diverso tipo eran las responsables, aunque las más frecuentes, y las que provocaban una mayor letalidad, eran las "mixtas", cuando el hambre y el germen se unían en maléfica alianza. La mayor fuente de documentación para analizar estos procesos son los registros parroquiales (recordemos que el Registro Civil comenzó en España en 1871), pues, como decía el profesor J. Nadal "las actas de bautismos, entierros y matrimonios reflejan el pulso diario de una población".
     En conjunto, las anotaciones de bautismos, matrimonios y entierros reflejan los avatares por los que discurrió la población de Villanueva de Córdoba. El crecimiento demográfico estaba condicionado por la disponibilidad de recursos, que podían verse afectados por diversos factores de orden natural, cultural o social. Son numerosos los estudios que demuestran la íntima relación entre defunciones y subidas considerables del precio de los cereales. “En la España de los Austrias, las puntas de sobremortalidad más altas corresponden a los años 1589-1592, 1597-1601, 1629-1630, 1647-1652, 1684-1685 y 1694-1695, que son, en todos los casos, periodos de escasez” (Nadal, 1976, 24). Al contrario, en los años de buenas cosechas y bajos precios, la natalidad ascendía al año siguiente o un par de años después. En las crisis de mortalidad de carácter mixto (es decir, cuando se unían escasez de granos y una epidemia), que ya se ha comentado eran las más temibles, se acentuaban notablemente estos parámetros: los valores de natalidad descendían a mínimos, elevándose de modo muy notable los de mortalidad. Pasado un año o dos desde la crisis el número se matrimonios aumentaba respecto a la media de años anteriores, lo mismo que los nacimientos, aunque de modo menos ostensible (Pérez Moreda, 1980, 95). Este modelo explica perfectamente los valores que presentan los años 1685, 1738 y 1786, años con una mortalidad catastrófica de la que existe información por otras fuentes documentales.
     Analicemos ahora lo que ocurrió en 1738, aunque hay que hacer una observación respecto a las cifras de entierros: aunque en la parroquia de San Miguel de Villanueva de Córdoba comenzaran a anotarse en 1726, en principio se omitía de ellos a los "párvulos", que aún no estaban edad de "comunión" o "confesión" (aproximadamente, menores de siete años). Solo comienzan a registrarse todas las defunciones a partir de julio de 1801, mediante una carta extendida por el Obispado de Córdoba (transcrita en el Libro nº 2 de Entierros de la Parroquia de San Miguel) en consecuencia con una Orden del Consejo de Castilla, en la que se decía expresamente que “con respecto a los párbulos por no haber sido costumbre anotarse sus partidas de difuntos… es indispensable que en adelante no se omitan por motivo alguno la existencia de estas partidas, sino que se formalicen en el modo y forma que todas las demás”. Esta observación es muy importante, pues quiere decir que hasta 1801 no se podrán establecer índices y tasas de mortalidad.
     Dado que las defunciones se anotan a partir de 1726, tomemos los datos demográficos de un tercio de siglo:


     Durante el periodo 1726-1760 la media anual fue de 56 defunciones de personas mayores de siete años. La tendendia lineal en la etapa fue mantenimiento, con un muy ligero descenso. En el polígono de entierros destaca 1738, que con 148 suponía que se ese año se incrementó en un 264% la mortalidad media de la década. Se puede decir que ese año ocurrió una crisis de mortalidad en Villanueva.
     En cuanto a los otros registros, nacimientos y matrimonios, son los siguientes:


     La tendencia lineal (línea verde) de los bautismos es de una continua alza. Para evitar las distorsiones que producen los dientes de sierra del polígono anual de nacimientos (línea azul) se emplea la media móvil de cinco años (línea naranja), que nos permite afinar en los procesos. Siguiéndola, podemos comprobar cómo el número de bautismos tiende a disminuir en la década de 1730, para elevarse en las dos siguientes.
     En cuanto a los matrimonios, se produjeron a una media de 38,3 anuales. Los 56 matrimonios de 1738 superan ampliamente esa media. 
     La cuestión es: ¿a qué se debió esta sobremortalidad de 1738? J. Ocaña Torrejón (1972, 88) recogía información sobre una epidemia durante ese año, que afectó a miles de personas en la ciudad de Córdoba, y comenta que ese mismo año se constituyó en Villanueva la cofradía de San Roque, uno de los tradicionales abogados contra la peste. Aunque ello no supone que se tratara de esta enfermedad, la peste debe descartarse como causante, pues había desaparecido en España desde finales del siglo anterior. Con motivo de la peste de Marsella de 1720 manifestaban expresamente los contemporáneos “no haber ocurrido con posterioridad en Europa ninguna epidemia [de peste]” (Nadal, 1976, 95).
     Un elemento que puede ayudar a discernir la causa de la epidemia de 1738 es la distribución mensual de las defunciones, pues determinadas enfermedades tenían una estacionalidad muy marcada:


      Podemos comprobar cómo en 1738 la mayoría de las defunciones se produjeron en los meses de marzo, abril y mayo, es decir, durante el final del invierno y comienzo de la primavera. En estos tres meses se concentró el 46,6% de los entierros, lo que contrasta vivamente con la media mensual de las defunciones durante ese decenio (que en esos tres meses suponía el 17,5% del total anual). Sin una mortalidad de crisis, marzo, abril y mayo eran los meses "más sanos", con menor número de óbitos, que se concentraban sobre todo de agosto a octubre (finales del verano y comienzo del otoño).
     La sobremortalidad de adultos de 1738 hace que no se deba considerar la viruela como el agente causante de la epidemia. Por la estacionalidad, también debe desecharse el paludismo, propio del pleno verano y comienzos del otoño, dado que su vector de transmisión, un mosquito, requiere bastante calor. Las fiebres tifoideas ocasionadas por aguas o alimentos infectados también presentan la misma estacionalidad, pues antes de las lluvias otoñales (de llegar, claro) las aguas estancadas de los pozos eran una fuente de peligro (ya decía el refrán que el agua corriente no mata a la gente).
     [Una pequeña digresión: me comentó don Bernardo Valero, médico veterano, que en la década de los cincuenta del pasado siglo las autoridades sanitarias cerraron el pozo del Gusanito, pues el porcentaje de personas afectadas de tifoideas en el barrio que se abastecía de ese pozo era muy elevado. Concluida la guerra civil, quince personas fallecieron en Villanueva de Córdoba a consecuencia de la fiebre tifoidea, la última una niña de cuatro años el 06 diciembre 1959.]
     En principio, podría valorarse de que se tratase de una epidemia de tifus, pues aparecía sobre todo en invierno y hasta bien entrada la primavera, y porque su letalidad era superior en las personas mayores de 40 años que entre los jóvenes (Pérez Moreda, 1980, 239), aunque no sabemos cuántos "párvulos" fallecieron ese año. La literatura médica avala esta impresión.
     En la Epidemiología española de Joaquín Villalba (1803) se lee (pág. 128) que tras un periodo “de gran sequedad en la tierra, esterilidad, falta de frutos, carestía, hambre y miserias… a principios del año 1738 acometió a la ciudad de Córdoba con la epidemia de fiebres malignas catarrales que se observaban en pobres y ricos…”. En el Compendio histórico de la medicina española (1850) de Mariano González y Sámano (pág. 363), se confirmaba este suceso: “En 1738 se desenvolvió una fiebre epidémica continua, catarral, maligna y contagiosa, ocasionada por la gran falta de buenos alimentos, en las ciudades de Écija, Córdoba, y más particularmente en Bujalance”. Las fuentes documentales nos indican que ese año hubo una carencia de alimentos a la que se unió una enfermedad caracteriza por una fiebre a la que denominan "catarral". El doctor Félix Janer (Tratado general y particular de las calenturas (1861) aclara que las calenturas catarrales se complicaban con el tifus en los países fríos, y que por ello los alemanes fueron inducidos a dar el nombre de "calentura catarral maligna" al tifus, al ser los catarros propios de la época en que también se desarrollaba más frecuentemente el tifus.
     Aunque los nombres sean semejantes y tengan manifestaciones parecidas como el exantema, no hay que confundir el tifus exantemático con las fiebres tifoideas, la Salmonella, como se la conoce hoy popularmente por el nombre de su agente causante, bacterias. Su mecanismo de contagio es fecal-oral, a través de agua y alimentos que han sido contamidos con deyecciones. Era propia del final del verano y comienzo del otoño, antes de que las lluvias renovaran los acuíferos.
     El tifus exantemático, en cambio, es causado por otra bacteria (del género Rickettsia) que se transmitía por otro vector, los parásitos externos (especialmente los piojos). En esta época también era llamada "fiebre pútrida". Solía aparecer en invierno, continuando hasta avanzada la primavera. El tifus "era, con mucho, la enfermedad más relacionada con el estado alimentario habitual de una población" (Vicente Pérez, 1980, 71-72), de tal modo que en Inglaterra fue conocida como "fiebre del hambre". Tras una cosecha corta y una época larga de subalimentación en verano y otoño, el precio de los granos podía llegar a niveles máximos en el periodo invernal, época también en que el frío no favorecía el baño o lavado de ropa, permitiendo que los piojos siguieran propagando el tifus. Estas mismas condiciones de carestía de alimentos apoyan la hipótesis de que se produjo una epidemia de tifus, lo que, en ese tiempo, se llamó "una peste de tabardillos".
     "Eres más mala que un tabardillo", le dijeron a Tristana en la novela homónima de Pérez Galdós (y sus abuelas a más de un nieto travieso). En el Diccionario de Autoridades (Tomo VI, 1739) se define así al tabardillo: "s. m. Enfermedad peligrosa, que consiste en una fiebre maligna, que arroja al exterior unas manchas pequeñas como picaduras de pulga, y á veces granillos de diferentes colores: como morados, cetrinos, &c. Covarr[ubias] dice que se llamó assi del [r.203] Latino Tabes, que significa putrefacción, porque se pudre, y corrompe la sangre. Lat. Morbus, vel febris tabifica. CERV. Nov. 12. pl. 394. Y que una calentura lenta acaba con la vida, como la de un tabardillo. P. SANT. TER. Int. Amig. Cons. 2. Mot. 1.
Es como el tabardillo este dolor;
Que á las veces le vemos encubrir,
Para después acometer traidór".