En el dolmen de Las Agulillas

jueves, 28 de julio de 2016

El ensanche urbano de Villanueva de Córdoba (1865-1919).



En la revista de feria de Villanueva de Córdoba de este año mi aportación ha sido sobre el ensanche urbano de la localidad entre 1865 y 1919. El espacio estaba limitado a un A4, así que he preparado una versión ampliada para el blog.


     Desde el último tercio del siglo XIX a las dos primeras décadas del siglo XX Villanueva de Córdoba tuvo un considerable aumento de población: de los 6.581 habitantes que se registraron en el padrón parroquial de 1865 (había también 676 inscritos en el actual término de Cardeña) se pasó a las 11.861 personas registradas como población de hecho en el censo de 1920, lo que supone un incremento del 180% en poco menos de medio siglo.
     Ello fue consecuencia de los grandes cambios estructurales de mediados del siglo XIX, especialmente tras la desamortización de bienes comunales promovida por Pascual Madoz en 1865. Hubo distintas formas en estas tierras pasaron a manos privadas, aunque en demasiados casos el proceso fue cualquier cosa menos limpio:
     “Sobre la ‘picaresca’ en la venta de bienes nacionales hay materia para escribir un extenso libro… siendo muy incompletas las relaciones que figuran en el Boletín Oficial de Ventas, en que muchísimas fincas no pasaron por su control, sin embargo un simple y detenido examen nos trae el convencimiento de que los compradores de las fincas de las Siete Villas de los Pedroches fueron personas desconocidas de por aquí, y que después mediante un sobreprecio o prima (por eso se llamaron primistas) los repasaban a los que después fueron compradores(Bermudo, 1972, 116).Una vez adquirida [la finca] la repasaban a los compradores locales, y si estos no acudían a la reventa, el comprador se declaraba en quiebra y la finca salía nuevamente a subasta por un precio equivalente al 85% de la primera adjudicación… La especulación, pues, debió estar muy extendida” (Valle, 1985, 247-248).
     Para evitar que la acción de los primistas, auténticos especuladores profesionales, hiciera que las mejores tierras del término de Villanueva fueran a parar a manos ajenas a la localidad, y cuando se preveía que en breve saliesen a subasta los quintos de la Dehesa de la Jara, un grupo de hombres notables de Villanueva convocó una reunión el 1 de enero de 1867 abierta a toda la población, con el fin de crear una asociación para comprar cuantas tierras pudieran adquirir. Para ello se creaba un capital social de 4.000.000 de reales, dividido en cien acciones de 40.000 reales y décimas de 4.000 reales. Según constaba en los estatutos, “4º. Todos los vecinos de esta villa tienen derecho a formar parte de la asociación, inscribiéndose por el número de acciones o décimas. 5º. Si hubiese muchos vecinos que, no pudiendo tomar una décima ni asociarse con otros para reunir su importe y solicitasen pertenecer a la asociación, con el fin de admitir a los que se hallen en ese caso se subdividirán las décimas en cuatro partes de mil reales cada una, que será el mínimo a que pueden suscribirse” (Ocaña, 1977, 37)…
     “Los móviles primarios para la constitución de esta sociedad fueron la sentencia de 1866, que manifestaba el firme convencimiento de la administración de sacar a subasta la dehesa de la Jara; el convencimiento de que si no se acudía directamente a la compra la adjudicación recaería en manos de un especulador; la incapacidad económica de los particulares para hacerse con la totalidad de la dehesa y la conveniencia de que las tierras a desamortizar pasaran a los propios vecinos, ya que éstas eran las mejores tierras del término” (Valle, 1985, 249-250).
     En resumen, los quintos de la Jara de Navas Altas y Navas Bajas, con una superficie de 1.726 fanegas, fueron adquiridos por 34 propietarios (media de 32,7 hectáreas por propietario). Los quintos de Vivanco, Moralejo, Polizar, Navalmilano y Atalayuela, con 3.892,5 fanegas de extensión, lo fueron por 70 personas (media de 35,8 hectáreas por propietario).
     En conjunto, 104 nuevos propietarios, muchos de los cuales podrían vivir con su trabajo en sus 55 fanegas de tierra. La operación de compra de los siete quintos de la Jara supuso un desembolso de 549.460,5 pts. (La sociedad para la compra de los quintos de la Jara había aportado en 1867 un capital en reales, pero la venta se produjo en pesetas dado que la escrituración de la misma se produjo en 1872, y la peseta como unidad monetaria española entró en vigor en octubre de 1868.) Los distintos quintos se sortearon y se distribuyeron entre los socios en función del capital aportado por cada cual (Bermudo, 1972, 145-151).

     Las dos dehesas del caudal de propios de Villanueva de Córdoba, la dehesa de Peña Martos y la de Navaluenga, se vendieron en momentos y procedimientos distintos. La primera, de 236 hectáreas de extensión, fue adjudicada en la subasta hecha en 1862 a D. Pedro Higuera Arévalo, quien la fraccionó en quince parcelas que vendió posteriormente (Bermudo, 1972, 139-140).
La dehesa de Navaluenga, de 1.234 hectáreas y situada extramuros de Villanueva, fue la última propiedad comunal en privatizarse, empleando el mismo método que para los quintos de la Jara. Una sociedad de 170 socios aportó el capital necesario para su compra, escriturándose la misma en 1901 (Bermudo, 1972, 155-156).

     Muy diferente fue el proceso seguido en la Dehesa de la Concordia, donde hoy se extiende el olivar de sierra. Con más de 30.000 hectáreas de extensión, por su acusado relieve, su escasa aptitud agronómica y por estar cubierta de monte apenas si tuvo otro aprovechamiento en los siglos XVII y XVIII que el de pastoreo para ganado cabrío (Valle, 1985, 243). A partir de finales del XVIII, pero especialmente durante el siglo XIX, comenzó a roturarse.
     El proceso, según investigó D. Manuel Moreno Valero, comenzaba a partir de una Ejecutoria de S. M. fechada en 1795, “por la que se daba a las Siete Villas de los Pedroches y a la de Obejo potestad para conceder a sus vecinos el terreno que necesitasen para formar, cualquiera que lo solicitase, una heredad rústica dentro de las 46.960 fanegas” de la Dehesa de la Concordia (Moreno, 1987, 46). Tras ser aprobada la solicitud por los ayuntamientos de los Pedroches y el de Obejo, el solicitante debía amojonar el terreno, y posteriormente pasaba a descuajarlo, a eliminar el matorral, arrancándolo. En el terreno limpiado se plantaban olivos, árboles frutales y vides, dejando también los chaparros que se convertirían en encinas.
     Las personas que habían roturado parcelas “las poseían como verdaderos dueños, haciendo con ellas las mismas operaciones de disposición como si fueran propietario del pleno dominio, otorgando escritura de transmisión mortis-causa y en compra venta” (Bermudo, 1972, 112). Pero existía un grave problema, ya que “parte de las tierras ocupadas seguían siendo bien comunal y, en consecuencia, corrían el riesgo de ser desamortizadas, ya que habían sido declaradas enajenables” (Valle, 1985, 244).
     Buscando una solución definitiva al problema, D. Antonio Félix Muñoz, alcalde de Pozoblanco y apoderado de las otras seis villas de los Pedroches, apoyado por su hijo, D. Pedro Muñoz de Sepúlveda, Diputado en las Cortes Constituyentes, solicitaron a las mismas una Ley que reconociera la plena propiedad de los roturadores que habían limpiado parcelas en la Dehesa de la Concordia, haciéndolas productivas. El Regente del Reino, el Capitán General D. Francisco Serrano y Domínguez, sancionó el 21 de diciembre de 1869 la Ley de Roturaciones Arbitrarias, por la que se concedía el dominio completo de sus parcelas a los agricultores que demostrasen tener arraigadas en las parcelas olivos, vides y chaparros (Bermudo, 1972, 134). Podría decirse que fue una auténtica revolución agraria que se basó en el principio de “la tierra, para el que la ha sudado”, pasando a ser propiedad de quien la había hecho productiva.

     En cuanto a la desamortización de los bienes de propios de Montoro (que incluye al actual término de Cardeña), su proceso fue similar a lo que hemos visto arriba. Los primeros compradores, procedentes sobre todo de la Campiña de Córdoba y la de provincia de Jaén, se vieron defraudados, pues su intención era la de explotar esos terrenos y se encontraron que estaban poblados de matorral, que exigía un laborioso proceso y limpieza del mismo (trabajo que desconocían por completo) para poder poner en explotación el terreno. “Poco a poco se fueron desprendiendo de los predios comprados, que vendieron a los vecinos de Villanueva de Córdoba en su mayor parte, en el periodo comprendido entre el último tercio del siglo XIX y principios del XX” (Bermudo, 1972, 160). Estos vecinos de Villanueva sí sabían qué debían de hacer para hacer productiva esas tierras, adehesándolas, que pasaron a formar parte del término municipal de Cardeña cuando se independizó de Montoro en 1930. Por este motivo estas dehesas son las más jóvenes de los Pedroches.

     Consecuente con este proceso fue la creación de grandes latifundios en Cardeña y Montoro, pero también la aparición de una numerosa clase de pequeños y medianos propietarios, que ya no trabajaban eventualmente en pequeñas superficies comunales que arrendaban a los ayuntamientos, sino que al ser propia invirtieron en ellas todo su esfuerzo, trabajo e ilusiones. Con el incremento de población aumentó también el tamaño de Villanueva de Córdoba a partir del último tercio del siglo XIX, con la creación de nuevas calles y casas. Al pertenecer muchos de sus dueños y constructores a esa clase que comentábamos de pequeños y medianos propietarios que podían vivir, más o menos, de sus terrenos; al contar casi con los mismos recursos, los nuevos edificios resultaron muy homogéneos. El Cronista local Bartolomé Valle Buenestado lo definió acertadamente como “ensanche”, pues coincide en el tiempo y en los fines con los de Barcelona y Madrid.
     Podemos conocer con bastante precisión cómo y cuándo se produjo este aumento de la extensión de Villanueva de Córdoba por tres documentos:

Padrón parroquial de 1865. Desde el Concilio de Trento los párrocos estaban obligados a llevar un registro de su feligresía. Además de los bautismos, matrimonios y entierros que se produjeran en su parroquia, el párroco debía comprobar el cumplimiento pascual, para lo cual elaboraba anualmente un padrón de las personas de su parroquia, anotando de cada una su nombre y apellidos, edad y estado civil (y relación con otros miembros de ese domicilio, por ejemplo, el número de vecinos). Para ello el párroco se desplazaba casa por casa y calle por calle, dejando constancia escrita de su labor. Así, estos padrones se muestran muy fiables, y además de la gran cantidad de datos demográficos que se pueden extraer de ellos, son también una útil herramienta urbanística, pues permite conocer la extensión de la localidad y las áreas edificadas dentro de ella.



Gracias a él sabemos que ese año Villanueva de Córdoba contaba con una plaza y 52 calles (aunque las dos Cañadas actuales contaban como una, y la la actual calle Conquista estaba dividida entonces en calle Conquista Baja y Calle Conquista Alta) y 1.120 casas (sin incluir el pósito y cárcel, la Audiencia y edificios religiosos).


     El segundo documento son las Ordenanzas Municipales de Villanueva de Córdoba de 1904. En su primer capítulo define los distritos, barrios y calles que componen la localidad.


El tercero es un mapa urbano de Villanueva de Córdoba realizado por el Instituto Geográfico y Estadístico, fechado el 14 febrero 1919.



     Comencemos por el recinto urbano de 1865. Ese año el viajero que llegara desde Córdoba por la hoy calle homónima (entones calle Tetuán) podía recorrer el perímetro de la población jarota marchando por las calles Peñascal, Plazoleta, Sol (Callejón Largo), (Pozo de)  Nieve, Cruz de Piedra, (Cruz de) Ventura, Castillejos (Calle Torcida), Casas Blancas, Fuente, Egido, Industria (Callejón del Cañaveral), Viveros, Juan Ocaña (Dehesilla), Torno Alta, María Jesús Herruzo (Callejón de la Reina), para ir a donde salió. –Junto a los nombres actuales se han puesto los de entonces, entre paréntesis.–
     Si se comparan los padrones parroquiales de 1771 y 1865, se constata que, prácticamente, aparecen las mismas calles, lo que varía es un mayor número de edificios en el más reciente. Ello se debe a que no toda la superficie urbana estaba edificada; algunas calles contaban con un pequeño número de casas. En 1865, por ejemplo, la calle Torcida [Castillejos] tenía 19 viviendas, cinco de ellas en la acera de los impares; en la calle Casas Blancas había las actuales doce primeras, lo cual quiere decir que la gran manzana entre esta calle, la de la parte de la calle Torcida sin edificar, y la calle Cañada Alta era una zona de corrales o huertos.
De los padrones parroquiales conservados se comprueba el gradual crecimiento urbano. En el de 1882 se registraron tres casas en la que se denominaba calle de la Cruz de la Virgen de Luna (la calle Luna actual), mientras que en 1883 ya eran seis las casas habitadas en esa calle.

     Las ordenanzas de 1904 son muy interesantes igualmente, tanto por la aparición de nuevas calles correspondientes a la primera fase del ensanche del urbanismo jarote, como a las ausencias. El que no aparezcan en él algunas calles como Pedroche, Contreras, Quevedo, Atahona, Torrecampo o Rey son meras omisiones a la hora de hacer el inventario. Pero hay otras que considero muy significativas, como las de la calle Olivo y Moral. Entre la calles Moral, Cerro, Torrecampo, Egido, Pedroche y Quevedo había una extensísima zona de corralones solo rota parcialmente por las calles Juan Blanco, Bailén y Rey. En el año 1900 se decidió abrir una calle desde la del Moral a la calle Egido, que tomó el nombre de calle Olivo; a la par, se urbanizaban la calle Moral y la Plaza del Carmen (llamada entonces calle de Piedas Altas). Y esta gran labor se estaba iniciando este año de 1904.
     Un callejón que se urbaniza en esta etapa en el interior del núcleo urbano es la Calleja del Santo. El callejon que había delimitado el lado este de Villanueva, el antiguo callejón Largo, se convierte en la calle Sol. Este fue el proceso seguido: entre 1865-1904 se fueron levantando casas en callejones y caminos que se convirtieron en calles. Al oeste nació la citada calle Luna, y al este se levantaban casas en el Callejón Largo (calle Sol), mientras que al NE en el inicio del camino a Conquista nacía la calle Navaluenga. Pero el auténtico ensanche de este tiempo, tanto por el volumen de edificios como por la superficie, se produjo al suroeste: calles Génova, San Miguel, Nueva, Libertad, Fomento, Moreno de Pedrajas, Independencia y San Cayetano: en conjunto unas 56 hectáreas edificadas de nueva construcción.
     En la actualidad, estas calles suponen el conjunto más característico de la arquitectura tradicional de Villanueva de Córdoba. En la siguiente fotografía se muestran los típicos edificios del ensanche de las décadas finales del siglo XIX, con las primeras casas de la calle Moreno de Pedrajas.

 
      Las casas eran una adaptación al medio rural y a la economía agropecuaria: gruesos muros de una vara (unos 83 cm) de piedra de granito trabada con barro y bóvedas de aristas para soportar el peso que cargaba el piso superior, la “cámara”, donde se almacenaba el cereal, patatas, matanza, aceite… El pasillo era muy ancho, de dos varas, para permitir pasar a la mula cargada con las alforjas, que contaba con una cuadra al final del edificio. Tanto para mantenerla como para las necesidades domésticas, se excavaba un pozo en el patio, frecuentemente de “medianía”, entre dos casas, que amortizaban así mejor su coste. En esta fotografía se muestra una casa típica del ensanche, con reformas en su interior pero manteniendo íntegra su estructura:


     Adaptadas a los tiempos actuales, este tipo de edificios tiene sus ventajas. Con el agua del pozo se pueden regar las macetas, hacer la limpieza de la casa o llenar piscinas infantiles; todo ahorro en el agua potable de la red, es bueno. También los recios muros de granito y las bóvedas crean un microclima doméstico en una tierra que soporta el rigor del verano y el invierno. La casa es fresquita en verano, y templada en el invierno, el contraste al entrar de la calle es más que notorio. E incluso en plenas olas de calor en los dormitorios de las habitaciones centrales no son necesarios aires acondicionados ni incluso ventilador. En definitiva, aunque fueran pensados para otras cosas estos edificios de cien o ciento veinte años de antigüedad resultan muy prácticos hoy en día.

     El plano de 1919 fue levantado por los topógrafos en trabajo de campo, y podemos conocer por él las nuevas edificaciones desde 1904. Las más significativas son la creación de la calle Liceo al oeste, San Martín al sur, San Blas y Zarza al este, y las calles Progreso y Dos de Mayo al suroeste.
     Pero aún no estaba la calle San Bernardo, sin duda alguna la calle más democrática de Villanueva de Córdoba, pues fue creada por la iniciativa y la obra del pueblo. En el plano de 1919 se observa que sólo tenían salida al sur, hacia el Calvario, mientras que el centro urbano está en la dirección opuesta. Copio lo que escribe Juan Ocaña Torrejón en su Callejero de Villanueva de Córdoba (p. 105) de la calle San Bernardo, sobre lo ocurrido en 1920: “En varias ocasiones sus vecinos [de calles Progreso y Dos de Mayo] solicitaron el que fuese suprimido aquel taponamiento y se les diese fácil salida que les evitara el dar el rodeo para llegar al resto del poblado, pero como aquello requería la desapropiación de parte de los cercados, y aquí siempre se ha huido por las autoridades el tomar esta clase de medidas, las súplicas quedaban en promesas. Los vecinos decidieron tomarse la justicia por su mano y en una noche hicieron desaparecer las viejas paredes que les entorpecían el paso, tanto al final de sus calles como aquellas otras que podían ofrecer paso a las de Génova y Luna, empezando a hacer uso de ello.

La autoridad quiso castigar aquel atropello, pero ante la satisfacción que ello produjo en el pueblo y la conformidad con lo hecho por parte de los dueños de los solares afectados, se sino a aceptar el hecho consumado, y pronto se vendieron solares de aquellos cercados formando amplia calle”.
     Otra calle de la que podemos deducir su historia a partir de las ordenanzas de 1904 y el plano de 1919 es la calle Génova. Hoy conocemos como tal a la que va desde el Calvario a la calle Pozoblanco. En el padrón de 1865 figura la calle de la Sal (por estar en ella el estanco donde dispensaba el monopolio), desde la calle Pozoblanco al cruce de Navas y Juan de López. La calle Carmona iba desde aquí hasta la calle Juan Ocaña, que era la extremo edificado de Villanueva hasta finales del XIX. Entre 1865 y 1904, se tomó el eje Callejón de la Sal – Carmona para crear una nueva calle, la de Génova, que proseguía hasta el Calvario. En 1910 el concejal Alfonso Gañán propuso que los tres tramos o calles, Sal, Carmona y Génova, recibieran en conjunto el nombre de calle Génova.

     En la tabla siguiente se detallan los nombres de las calles de Villanueva que aparecen en los tres documentados citados de 1865, 1904 y 1919:
 
     Como en el padrón de 1865 figura el número de edificios de cada calle, es fácil trasladar los datos a un plano actual, y lo mismo se hizo con los datos de 1904 y 1919. El resultado es el plano que se muestra en la revista de feria, y que se trae también al blog. De la labor final de infografía se ha encargado mi amigo Esteban Noci Capitán, aparejador municipal, tarea en la que ha colaborado también María del Carmen Madero Muñoz. Va mi reconocimiento para ellos, porque el resultado ha sido impecable.



martes, 19 de julio de 2016

¿Un jarro "musulmán" en una sepultura "visigoda"? (Mejor, "mozárabe".)



     En el año 912 (300 de la hégira), Aslam ben Abdelaziz, hombre con fama de culto y preparado, fue nombrado cadí (juez) de la ciudad de Córdoba poco después de que Abd al-Rhamán III llegara al poder. Cuenta al-Jusaní en su Historia de los jueces de Córdoba (en la traducción de Julián Rivera) la siguiente historia de él:
     “Había en Córdoba un hombre [de raza española] que hablaba solo el romance [y ni siquiera era musulmán], de esos rebeldes que se habían rendido por capitulación en las plazas fuertes que [hasta entonces] se habían mantenido independientes sin obedecer [al monarca de Córdoba]; este señor tenía una mujer noble musulmana, la cual imploró protección al juez Aslam ben Abdelaziz. Este acogió su demanda y empezó a instruir diligencias en el asunto. Era entonces canciller del imperio Béder ben Ahmed, el cual gozaba de gran predicamento con Abderrahmen III. Apenas iniciado el proceso por el juez Aslam, presentósele Yala, de parte del canciller Béder, y le dijo:

- El canciller te saluda y te dice que esos señores que hablan en romance [españoles no arabizados], los cuales solamente se han rendido o capitulado mediante pacto, no se les debe tratar con desdén; tú sabes perfectamente qué es lo que debe hacerse para cumplir lo pactado; convendría que no intervinieses entre ese español latinado y la esclava que está en su poder.

- Dile de mi parte, contestó Aslam, que estoy obligado, por todos los juramentos, a dejar todos los asuntos de la curia, para dedicarme exclusivamente a ejecutar, contra ese señor latinado, todo lo que manda la ley religiosa a favor de esa mujer libre musulmana que está en poder de ese hombre.

Yala se marchó; pero volvió inmediatamente a decir al juez:

- El canciller te saluda y dice: yo no me opongo a que se cumpla la ley, ni siquiera considero lícito el hacerte tal recomendación o solicitud; sólo te ruego cumplas lo que de derecho se debe a esos aliados con quienes el monarca ha pactado. Tú sabes muy bien las consideraciones que les debe guardar, y eres hombre razonable que está muy enterado de lo que en tales casos se debe hacer”.

     El pasaje es suficientemente claro y elocuente, no presenta equívoco alguno. Resultan evidentes algunas cuestiones:
* No en las marcas alejadas, sino en la circunscripción de Córdoba (que era sobre la que tenía jurisdicción el cadí de la capital), en el corazón del mismo poder omeya, dos siglos después de la conquista se habían mantenido prácticamente independientes señores locales que no hablaban el árabe ni se habían convertido al Islam.
* Estos señores “latinados”, que eran descendientes de la antigua aristocracia hispanogoda, habían conservado su posición gracias a los pactos entablados por sus ancestros, contando con una amplia base social que sustentaba su poder, en el que la religión era un elemento más para su autoafirmación y control social.
* Tal era su fuerza que atentaban contra las leyes religiosas islámicas, al tomar como esposa o esclava a una mujer de religión musulmana. Incluso alguien tan poco dado a andarse con chiquitas, como Abd al-Rhamán III, les guardaba la cara, llegando a recomendar a la máxima autoridad jurídica de su reino que tuviera consideración con uno de esos señores, con quien, al entonces emir (califa pocos años después), le había costado tanto llegar a un pacto por el que aceptara el poder central omeya.

     La epigrafía confirma la presencia de cristianos en el norte de la provincia de Córdoba durante el siglo X. En la finca del Retamalejo (Adamuz), próxima al actual pantano del Guadalmellato, se encontró en 1914 la lápida del abad Daniel, fallecido en el año 930 (o sea, en el mismo en que Abd al-Rhamán III decidió convertirse en califa). Por el lugar debe ponerse en relación con el convento de San Zoilo Armilatense, uno de los existentes en las sierras cordobesas durante la etapa omeya.

 (Lápida del abad Daniel, año 930. Fotografía en R. Frochoso Sánchez, 2012, 19.)

     Unas décadas después, en tiempos de Almanzor, el monasterio del Armilat (también denominado “Armillat”) aparece citado en unos versos del visir Abu Marwan Abd al Malik. En un debate con Sa’id “El lingüista”, que no dejaba de alabar a Irak frente a Almanzor, dijo: “Y habló Abu-l-Ula (Sa’id “El lingüista) con vanidad, no por el vino de Qutrabbul y Kaluwad // ya que era de Armillat nuestra bebida el llamar a un convento hace perder el juicio y nos llena de indecencia” (R. Frochoso Sánchez, 2012, 14-15). [Qutrabbul y Kaluwad son lugares del actual Irak.] De estas palabras se deduce que en el monasterio se elaboraba vino (imprescindible para la liturgia cristiana, por otro lado) cuyos excedentes se vendían, llegando a consumirse incluso en las más altas instancias de la corte: llamar “nuestra bebida” al vino producido en el monasterio es manifiestamente elocuente.
     Las fuentes literarias y la epigrafía muestran la pervivencia de cristianos en el norte de la actual provincia de Córdoba. (Hay bastantes más, además de las expuestas. En la misma biografía del juez Aslam ben Abdelaziz narrada por al-Jusaní se cuenta la historia de un cristiano que se presentó ante él solicitando la muerte para sí mismo, al modo de los mozárabes cordobeses que hicieron lo mismo a mediados del siglo anterior. O la lápida con el epitafio de Johanes Eximius (m. 312/925, conservada en el Museo Romero de Torres de Córdoba.)
     La documentación arqueológica vendría a reafirmar esta ausencia de completa islamización en lo que es la comarca de los Pedroches durante al menos el tiempo del emirato, empleando un ritual funerario que nada tenía que ver con lo prescrito por el Corán. Recordemos lo ocurrido con Umar ibn Hafsún.
     Era muladí, es decir, de religión musulmana pero descendiente de una familia aristocrática nativa. Durante casi cuatro décadas fue una auténtica pesadilla para varios emires, manteniéndose fuerte desde su fortaleza de Bobastro (Málaga), donde construyó una basílica tras convertirse al cristianismo. Murió en el año 917, y su hijo continuó la resistencia hasta ser derrotado por Abd al-Rhamán III en el año 928.
     Un par de meses después de la conquista de Bobastro, el futuro califa visitó la ciudad, y ordenó exhumar el cadáver de ibn Hafsún. Según se narra en la Crónica anónima de Abd al-Rhamán III al-Nasir los presentes pudieron confirmar su apostasía: “Sus miserables despojos aparecieron enterrados, a la manera cristiana, sin duda alguna, ya que el cadáver fue hallado mirando al oriente y con los brazos cruzados sobre el pecho”.
     De este pasaje se pueden extraer varias conclusiones:
* Existían en al-Andalus en el siglo X diversos rituales de enterramiento, que estaban en función de la cultura o civilización a la que perteneciera cada cual.
* El ritual funerario, como rito de paso, pone en relación al difunto con el mundo de los vivos, o más en concreto con una determinada parte de él, con la que se identifica y reafirma.
* Los diferentes rituales eran conocidos y reconocidos por los contemporáneos.

     Este amplio exordio creo que es necesario para presentar al protagonista de esta entrada, un jarro de barro, un objeto modesto pero cargado de historia.
     El 26 mayo 1928 Ángel Riesgo encontró ocho sepulturas en un cerro del lugar llamado Navalazarza (Cardeña). Según narra en sus apuntes de campo, en la finca se construyeron unas cuadras modernas, y al cimentarlas aparecieron las sepulturas. Tanto por el número como por el lugar, un cerro, podría tratarse de un lugar de hábitat tipo “aldea”, con un número de habitantes superior y una perduración en el tiempo mayor que el otro modelo, tipo “granja”. Las sepulturas las denomina “de tipo corriente”, el más frecuente en el norte de Córdoba: una fosa de planta trapezoidal, con lajas verticales revestiéndola y cubierta por grandes losas.
     Navalazarza es un paraje colindante con las Aguilillas, estando entre ambos la divisoria de los términos municipales de Villanueva de Córdoba y Cardeña. Por el extremo de las Aguilillas colindante a Navalazarza discurría el Camino Real de la Plata, una antigua vía romana en uso durante la etapa visigoda que dejó de emplearse a partir del califato de al-Andalus (siglo X), al habilitarse caminos hacia Toledo más al oeste de la provincia de Córdoba.

 
     Es un lugar muy interesante, pues en las Aguilillas descubrió Ángel Riesgo 67 sepulturas, y 22 más en Navalazarza, es decir un tercio del total de 291 que halló en el norte de la provincia de Córdoba. Otros elementos arqueológicos de la época por la misma zona son las tumbas excavadas en la roca. Hay una en Ventas Nuevas (Villanueva de Córdoba), a 1,2 km al NW de la linde de las Aguilillas y Navalazarza (en su cruce con la actual carretera de Villanueva de Córdoba a Cardeña); y otra a 2,3 km al NE, en las Valsecas (Cardeña). [El modelo general de las tumbas talladas en la roca del norte de Córdoba, a excepción de las agrupaciones de la Haza de las Ánimas (Torrecampo), es el de tumbas aisladas o en parejas; en el caso de estas dos de Ventas Nuevas y Valsecas están separadas por 3,2 km.]
     En las sepulturas del norte de Córdoba no se encuentran broches de cinturón, hebillas o fíbulas que nos permitan establecer al menos una cronología relativa, a excepción de una hebilla de hierro encontrada precisamente también en Navalazarza, y para la que encontramos otras similares en yacimientos de inicios del siglo VIII.

(Hebilla de hierro encontrada en una tumba de Navalazarza, Cardeña. 
Fotografía: Museo Arqueológico de Córdoba.)

     Esta ausencia de elementos de vestuario puede deberse al tipo de ceremonias fúnebres empleadas, en el que el finado se depositara en la tumba no con sus mejores galas, sino con un simple sudario, por ejemplo. Aunque el rito funerario de estos tiempos no fue inmutable, incluso en el mismo yacimiento se observan cambios sustanciales en apenas dos siglos:
     En la necrópolis madrileña de Gózquez de Arriba se muestra una evolución del ritual funerario a lo largo del tiempo de su ocupación. En la fase I se patentizan enterramientos con una abundante presencia de objetos de adorno y elementos de vestuario: anillos, collares, pendientes, broches de cinturón de placa rectangular… Se fecha en el siglo VI.
     Durante la fase II hay elementos de vestuario más moderno, a la ver que se observan enterramientos más austeros, con menos presencia, o casi ausencia total, de objetos de adorno; se le adjudica una cronología del siglo VII.
     Durante la fase III, ya en el siglo VIII, no hay broches de cinturón liriformes, a la par que aparecen los dos únicos recipientes cerámicos en el interior de la tumba.

     Volviendo a las sepulturas descubiertas en Navalazarza en mayo de 1928, el dueño de la finca se quedó con dos jarros, mientras que Riesgo rescató tres piezas, que define así en sus notas de campo:
1 escudilla o plato Nº 55. Arcilla rojiza, tosco, forma irregular, mide 21,5 cm diámetro, 7,5 su mayor altura y 68 cm perímetro de la boca, sin tornear.
1 puchero o vaso Nº 56. Arcilla rojiza, fina, torneado. De 10,5 cm alto por 7 cm diámetro de la boca.
1 jarro Nº 57. Asa de jarro con trozo de boca y panza, con 8 incisiones adornándolas. Arcilla roja tosca, mide de largo 13 cm.”
     Por la simple descripción básica se constata algo que ya vimos en la pequeña necrópolis de la Viñuela, la coexistencia de una pieza elaborada con torno alto de alfarero (nº 56), y otra escudilla “tosca, de forma irregular”, elaboradas a mano (nº 55).
    De esta necrópolis del norte de Córdoba que estamos viendo, lo peculiar de ella es el jarro nº 56. Ya aparece en una fotografía en blanco y negro tomada por el propio Riesgo, en el que se observa su perfil: sobre un cuerpo de tendencia globular se levanta un cuello grueso y desarrollado, cilíndrico, de diámetro poco inferior que el máximo del recipiente, con una ancha boca circular. Carece de asa, y en la fotografía no se aprecia si la tuvo o no.

(Jarro nº 56 en la numeración de Ángel Riesgo, procedente de una sepultura de Nazalazarza, Cardeña. Fotografía de Ángel Riesgo Ordóñez.)

     En otra fotografía más reciente se aprecian las líneas del torno de alfarero y el color anaranjado de la pasta; también parece, más que verse, intuirse, que la pasta es depurada, sin grandes inclusiones, coincidiendo con la descripción de Riesgo de “arcilla fina”.

(El mismo jarro nº 56. Fotografía: Museo Arqueológico de Córdoba. Nº inv. CE027924a.)
 
     Da la impresión de ser un recipiente para beber con su boca redondeada y amplia, distinto de los cuencos de época visigoda para el mismo fin. También es diferente de los jarros de ese tiempo, con su cuello estrecho, más apropiado para verter líquidos que para beber.
     Según nuestro conocimiento actual, las cerámicas “modeladas” (como la escudilla nº 55 de la misma necrópolis de Navalazarza) tienen una proporción considerable entre mediados del siglo VII y el VIII en contextos rurales interiores de la península, a la par que “se acusan contrastes entre registros materiales coetáneos de yacimientos urbanos. Así, en las ciudades de gran peso histórico en esta etapa, como Mérida y la propia Córdoba, se invierte la tendencia expuesta y la producción es mayoritariamente a torno rápido desde avanzado el siglo VIII”, acaso por el impulso del Estado emiral para la creación de alfares profesionales que sustituyeran a las vajillas caseras, reactivando el comercio a partir de los centros urbanos.
     Otra característica de la cerámica del emirato es la diversidad dentro de un modelo básico: “Podría decirse que los modelos –necesariamente en plural– admiten múltiples variantes en los perfiles, mientras que los prototipos son heterogéneos por definición” (Miguel Alba y Sonia Gutiérrez, 2008, 586).
     Este jarrito (o jarrita), nº 56 en la numeración de Riesgo, con cuerpo globular y un cuello muy desarrollado y cilíndrico tiene una gran coincidencia tanto formal como tecnológica con una de las formas más características de las cerámicas de al-Andalus: “Una de las características más universales de la cerámica emiral es la difusión y generalización de un recipiente de boca ancha, con cuello cilíndrico alto y cuerpo globular, destinado a beber y englobado en la denominación genérica de jarrito/a. Estas piezas se suelen realizar en pastas claras y porosas adecuadas para contener líquidos y responden a una tradición claramente islámica que sustituye en las pautas de consumo a las formas abiertas tipo cuenco características de la vajilla romana fina. Tanto es así que, en nuestra opinión, constituye uno de los mejores indicadores materiales y cronológicos del proceso de islamización” (Miguel Alba Calzado y Sonia Gutiérrez Lloret, 2008, 602; lo remarcado en negrita es una aportación personal).


(Miguel Alba y Sonia Gutiérrez, 2008, 603. 
Procedencia: Mérida (1, 9, 10 y 11); Tudmir (2 y 3); Bayyanna (Almería) (4, 5 y 6); Córdoba (7)

     María del Camino Fuertes Santos comparte la misma opinión al estudiar la cerámica del yacimiento cordobés de Cercadilla: “Tal vez una de las formas más comunes del mundo islámico sea la de los jarritos globulares de cuello cilíndrico. Estas piezas pueden ir decoradas o no… Es en este momento cuando surgen estos jarros/as, seguramente a final del siglo VIII o en el siglo IX, una vez que ya está más asentada la población foránea, o más islamizada la población cordobesa” (Fuertes, 2010, 140).

 (Jarra de Cercadilla, Córdoba. En Mª del Camino Fuertes, 2010, 36.)

     Los jarritos de cuerpo globular y cuello cilíndrico y desarrollado también aparecen en Saqunda, el arrabal cordobés al otro lado del río que cuenta con una cronología desde la segunda mitad del siglo VIII hasta el año 818, en el que fue arrasado tras su famosa rebelión. Uno de los jarritos encontrados aquí carece de asa.

(Jarros de Saqunda, Córdoba. Mª Teresa Casal et al., 2005, 220.)
 
     Desde finales del siglo IX se constata la presencia de jarros con un cuello grueso y cilíndrico en el interior la Meseta, con numerosas variantes, algo característico de la época.

 
(Jarros andalusíes procedentes de la Meseta. M. Retuerce, 1998.)

     Así pues nos encontramos que en esta necrópolis de Navalazarza, junto a un plato (nº 55) descrito como tosco, de forma irregular (es decir, modelado completamente de forma manual o con torneta), hay un jarro (nº 56) torneado y de “arcilla fina”, decantada. Este jarro podría haberse fabricado en algún alfar cordobés, y su presencia en Navalazarza (Cardeña) podría explicarse por la proximidad del lugar al Camino Real de la Plata, vía de comunicación entre Córdoba y Toledo hasta que durante el califato (siglo X) se habilitara el “Camino del Armillat” (nombre que deriva por pasar este camino por el monasterio citado junto al Guadalmellato).

     Da la impresión de tratarse de un jarro “de al-Andalus” en una tumba “visigoda”. Más que una paradoja, este jarro parece ser una muestra de los tiempos (más apropiado es denominarla una sepultura “mozárabe”, aunque por sus características formales sea similar a las de la etapa visigoda).
     Durante los dos siglos posteriores a la conquista hubo varios estamentos compitiendo por el poder. Por un lado, la dinastía Omeya, que tuvo muchas dificultades para mantenerse a finales del siglo IX, hasta que Abd al-Rhamán III logró imponerse en la siguiente centuria; por otro, las propias estructuras de los llegados (árabes, bereberes, sirios), y, por último, los poderes locales. Los descendientes de la antigua aristocracia hispanogoda que habían mantenido sus cuotas de poder gracias a los pactos de sus antepasados; señores latinados que no hablaban árabe ni se habían convertido al Islam, y que vivían en la propia cora de la capital omeya, Córdoba.
     En el siglo X los monjes del monasterio del Armilat seguían elaborando un vino que luego tomaba Almanzor con sus amigos. Bien visto, y fuera de connotaciones religiosas, a los emires de al-Andalus les interesaba que continuara habiendo cristianos en sus tierras porque, como tales, estaban obligados al pago de unas contribuciones de las que estaban exentos los mahometanos.
     Las tumbas de la necrópolis de Navalazarza nada tienen que ver con el ritual funerario islámico: una fosa en el suelo, estrecha, con orientación norte-sur (hacia la Meca) y el cadáver depositado sobre su costado derecho. Y, por supuesto, sin ningún depósito ritual. Ya vimos en el blog cómo la peculiar orientación de las tumbas islámicas (distintas a las cristianas, en las que el finado, como ibn Hafsún, miraba al oriente) podría indicar la presencia de una tumba ya musulmana en una necrópolis de tradición hispanogoda y que, por la época, debe denominarse "mozárabe".
     En estas circunstancias, este jarro podría indicar que a finales el siglo VIII o incluso el IX hubo gentes en las actuales tierras del norte de Córdoba que se siguieron enterrando con los mismos usos y costumbres que sus abuelos hispanogodos. Aunque la jarra que metieron sus deudos en la sepultura de Navalazarza posiblemente hubiese salido de un alfar cordobés sarraceno.

miércoles, 13 de julio de 2016

Vidrios para una exposición


     A primeros de junio he asistido a un congreso internacional sobre cerámicas altomedievales en Zamora, y he podido constatar que la etapa visigoda en el norte de Córdoba está siendo conocida y reconocida entre los especialistas nacionales. Desde este blog llevamos ya más de tres años con esa intención, dar a conocer, divulgar el patrimonio histórico del norte cordobés.

     La exposición en el Museo Arqueológico de Córdoba celebrada entre marzo y mayo de este año corrobora este creciente interés, aunque la muestra es solo un reflejo del volumen de documentación arqueológica disponible de los Pedroches. Por ejemplo, se expusieron seis objetos cerámicos, cuando sólo en el museo cordobés hay unas ochenta piezas de barro, en su mayoría íntegras. Una exposición con no muchas piezas, pero sí muy representativas, en la que se incluían una de las rarezas de la arqueología de la etapa visigoda de toda la península: los objetos de vidrio.

     En primer lugar están los platos de vidrio. Le hemos dedicado bastante espacio en este blog a los platos de vidrio que han aparecido en tumbas del norte de Córdoba. El vidrio tiene el gran problema de la fragilidad, es un tipo de elemento al que hasta hace no mucho apenas si se le ha concedido importancia, sobre todo por la dificultad de obtener ejemplares íntegros. En algunas zonas del NE cordobés, no en todas, han aparecido casi tres docenas de platitos de vidrio, bastantes intactos, otros muchos fragmentados pero que podían recomponer. En el resto de la península son solo una decena los que se han encontrado íntegros: cinco en Aldaieta (Álava), dos en el barrio bizantino de Cartagena; otros dos en las Delicias (Granada); y uno en Castiltierra (Segovia). En definitiva, en el norte de Córdoba se concentra la mayoría de este tipo de recipientes de vidrio conocidos en Hispania.


     Hay que hacer alguna precisión sobre estos platitos (o cuencos, como también se les llama). En las fichas de la Red Digital de Colecciones de Museos de España (CERES, para los amigos), de los platos depositado en el museo cordobés se dice que pertenecen a la forma Ising 116 (por cierto, que Clasina Isings es autora, y no autor, como se dice en las fichas). Pero cuando Ana María Vicent y Alejandro Marco dieron a conocer los vidrios de los Pedroches en una publicación de 1997 en absoluto asimilaron los platos cordobeses a esa forma, y conocían de sobra el libro de C. Isings. Sin dudarlo un momento asociaron estos platos al oeste y centro europeo: “Como es bien sabido, vasos de vidrio similares en la forma y en la decoración han sido descubiertos en cementerios de los francos, merovingios y alamanes del norte de Francia, Renania y Bélgica” (Marcos y Vicent, 1998, 215). La especialista en vidrios hispanos de época visigoda, Blanca Gamo Parras (2008, 479-485), considera que estos cuencos de Hispania son “herencia de la tradición tardorromana”, y “de igual manera es común en los repertorios de vidrio merovingio (T. 81 de Feyeux)”. Estas precisiones terminológicas no son, sólo, una pijotada, pues una clasificación desacertada induce a errores. Es lo que ocurre con el siguiente objeto de vidrio que también se mostró en la exposición.

     El segundo objeto es un vaso campaniforme carenado con un botón terminal debajo. Apareció en 1975 en la finca La Indiana, al oeste de Adamuz, en el interior de una tumba en la que también había un cuenco y una olla, ambos cerámicos. Este particular vaso tuvo una entrada propia en este blog.


     Esta pieza es definida como “lámpara” en su ficha del CERES. Pero si un arqueólogo francés lo viera en absoluto estaría de acuerdo con tal calificación, sino que diría que es un “gobelet caréné Feyeux 52”. Como hemos visto arriba, Feyeux es el autor de una clasificación de vidrios de época merovingia, y este objeto se adapta sin la menor duda a su tipo 52, un vaso de cuerpo largo, campaniforme, con carena en su parte baja, y un característico botón rematando su fondo.

     El ejemplar del Museo de Córdoba es único en toda la península, pero en el norte de Francia y Bélgica es el objeto más significativo de las tumbas del periodo merovingio en esos sitios durante el siglo VI: estos gobelets carénés "constituent la production la plus communément rencontrée dans nos tombes mérovingiennes [de Bélgica]" (Janine Alenus-Lecerf, 1995, 65); creo que se entiende bien sin necesidad de traducción. Han aparecido por docenas, lo que ha permitido establecer clasificaciones tipocronológicas:

 (Janine Alenus-Lecerf, 1995,73.)

     En este dibujo se muestran los "gobelets carénés" encontrados en el cementerio de Vieuxville (Bélgica) de época merovingia:

 (Janine Alenus-Lecerf, 1995, 79.)

     Viendo los dibujos de arriba resulta imposible sostener que el vaso aparecido en el olivar de Adamuz es una “lámpara” y no lo que resulta evidente, un vaso campaniforme carenado tipo Feyeux 52 para los vidrios merovingios. Que no apareciera en tierras dominadas por los francos es otro cantar. Resulta evidente que quien definió en la ficha del CERES a este objeto como “lámpara” lo hizo porque ignoraba esta forma de vidrio al norte de los Pirineos. Pero, sin ser arqueólogo, sólo teniendo ojos en la cara se constata que no hay duda alguna de que es un “gobelet caréné Feyeux 52”, su morfología es inconfundible. Espero que corrijan la ficha y la información que se derive de ella, sobre todo para que el presunto arqueólogo francés que decía arriba no considere que somos unos ígnaros.

     No es el caso de Alejandro Marcos y Ana María Vicent, que cuando lo dieron a conocer en 1998 lo definieron como “Bicchiere campaniforme carenato tipo Feyeux 52”; ni tampoco de una buena especialista como Blanca Gamo Parras, quien dice de él (2008, 484): “Hay otras [formas en la península] como el vaso de la necrópolis de Adamuz en Córdoba, formalmente del tipo 52.0 de Feyeux, por el momento un unicum”. Como ya se apuntó desde la primera vez que se publicó en 1998, este vaso campaniforme carenado con botón terminal es único en toda la península.

     La tercera pieza apareció la Losilla (Añora), y en la exposición del museo cordobés aparecía como “jarrita con pie de copa”. El problema está en que si bien para los vidrios franceses o belgas hay clasificaciones estándar reconocidas y admitidas, para los vidrios hispanos no se ha hecho tal labor. Desde que "el hombre puso nombre a todo ganado y a las aves del cielo y a todo animal del campo" (Génesis, 2:20) no hemos parado de hacer clasificaciones, pero a ésta de los vidrios de la época visigoda no hemos llegado aún.

     El objeto se compone de dos piezas: un recipiente de cuello largo y cubeta de escasa cabida; y un pie alto con el centro engrosado:

      Difícilmente puede encajar en el concepto de “jarrita”, “jarra” o “jarro”, por ser un tipo de recipiente que se caracteriza por contar con un asa, además de no contar con pie. Una “copa” sí lo lleva, según el DRAE, es un “vaso con pie para beber”, pero la parte superior de este objeto no responde a lo que se entiende por vaso, según el mismo DRAE “pieza cóncava, de mayor o menor tamaño, capaz de contener algo”. Y, evidentemente, la parte superior ni es cóncava ni es un vaso. En realidad, la pieza cerrada es una forma de vidrio de sobra conocida entre los arqueólogos (gremio en el que, por cierto, no me encuentro), denominada “ungüentario”. En los tiempos de Riesgo (1921-1935) se llamaba “lacrimatorio”, por suponerse que había servido para recoger las lágrimas de los deudos de un finado (imaginación al poder...). También se denomina como “balsamatorio” o “balsamera”, por su utilidad para contener bálsamos o ungüentos valiosos: su largo cuello permitía verter el caro contenido gota a gota. Lo peculiar de la pieza es el alto pie sobre el que se apoya el recipiente.

     Blanca Gamo (2008, 480) solventa la cuestión terminológica denominándolo "ungüentario de pie alto o candelero", y considera que es un diseño genuinamente hispano:
      “En el repertorio hispano junto a modelos que son comunes al resto [de Europa], como los cuencos [que vimos arriba] hay otras formas para las que los paralelos no se conocen en el exterior y por tanto, al menos por ahora, deben ser individualizadas como piezas propias del gusto hispánico.
     El grupo más significativo es el compuesto por ungüentarios de pie alto o candelero. Se conocen un total de cinco recipientes: dos procedentes de la provincia de Alicante, dos de la de Cádiz y una de Badajoz. Todos ellos han aparecido en sepulturas… Por lo que respecta a las cronologías, se fechan en el s. VII y algunos con más precisión en su segunda mitad”.


 (Blanca Gamo Parras, 2008, 481.)

     Así pues, este recipiente con pie alto aparecido en la Losilla es el sexto de su tipo que se conoce en Hispania.

     Por lo expuesto, se puede afirmar que la colección de vidrios procedentes de la etapa visigoda en el norte de Córdoba es auténticamente excepcional para todo el conjunto peninsular. Han aparecido muchos vidrios en otros lugares, como la villa de la Olmeda, pero los de los Pedroches son peculiares y hasta únicos.

Créditos de las imágenes numeradas:
1: Ángel Martínez Levas, http://ceres.mcu.es/
2: Ana María Vicent, 1999.
3: Guadalupe Gómez Muñoz, http://ceres.mcu.es/

lunes, 4 de julio de 2016

La necrópolis tardoantigua de la Viñuela (Villanueva de Córdoba)



     En agosto de 1931 Ángel Riesgo Ordóñez descubrió un grupo de seis sepulturas en la zona de la Viñuela, unos ocho kilómetros al sureste de Villanueva de Córdoba.

     Riesgo se percató que había dos grandes modelos entre las tumbas que encontró del tiempo de la Hispania Tardía en el norte de Córdoba. Por un lado, estaban las asociadas a aldeas próximas, con varias decenas de sepulturas; por otro, micronecrópolis de una a seis tumbas, a pocos metros de pequeños lugares de hábitat (que todavía eran visibles en la época de Riesgo). Autores actuales han encontrado esta relación en el interior peninsular, y han denominado a ambos tipos “necrópolis tipo aldea”, con un gran número de sepulturas y con amplia pervivencia en el tiempo; y “necrópolis tipo granja”, de muy pocas tumbas, unidas a núcleos de viviendas familiares que no parecen que superasen una generación. Esta necrópolis que traemos correspondería a este tipo, al “modelo granja”.

     Riesgo define a las sepulturas de esta necrópolis de la Viñuela “de construcción corriente, paredes de mampostería en seco, recias tapas perfectamente acuñadas, que impidieron filtraciones en la cámara. No contenían restos humanos”, a excepción de la quinta, que contenía el esmalte de cinco muelas que, a juzgar por su tamaño, estimaba que eran de una persona joven. La forma de construcción de las tumbas, que denomina “corriente”, por ser el tipo más abundante en el norte de Córdoba, corresponde a una cista con lajas laterales y cubierta de grandes lastras. Riesgo las definió así en sus cuadernos de campo: “Están formadas por una cámara de sección trapezoidal, con paredes de grandes losas colocadas verticalmente, cubiertas con enormes piedras y losas de estructura irregular según se hallaban en las canteras o errantes por el campo, perfectamente acopladas unas a otras, retocadas sus junturas con otras pequeñas piedras y barro, con el fin de que no pudiese entrar en ellas tierra ni agua. Hállanse algunas pocas en que sus paredes son de mampostería en seco perfectamente construidas. La costumbre del enterramiento en estos villares debía hacerse sin rellenar de tierra, pues fueron halladas muchas en que por estar sus tapas perfectamente ajustadas no había entrado ni la más fina arena y arcilla, hallándose el ajuar cual había sido depositado con el yacente. También parece no ser enterrado con vestimenta ni mortaja, especialmente las de este grupo, pues a pesar de hallar muchas con su esqueleto y ajuar intacto, por estar en lugares de pronunciada vertiente y lugares areniscos y secos, no hay el menor vestigio de tejidos, [ya] que pudieron ser escasos asimismo los usados. Todas, las de las villas también, guardan una orientación determinada de saliente a poniente, con los pies al saliente”.

     De estas seis sepulturas, cuatro contenían un depósito ritual, es decir, objetos que no tienen que ver con la construcción de las tumbas ni con la indumentaria de los finados (anillos, broches de cinturón, pulseras, collares…), y que se depositaron con una intencionalidad ritual.

     En conjunto, en las cuatro sepulturas con depósito ritual encontró Riesgo siete piezas cerámicas y dos platos de vidrio. Estos platos de vidrio, como se ha visto en el blog, son una peculiaridad de las costumbres funerarias del norte de Córdoba en esta época, y una rareza en el conjunto peninsular, pues han aparecido muy escasos objetos similares en el resto de ella (aunque sí son frecuentes en Renania o el norte de Francia, por ejemplo.

     Las piezas de cerámica son algo sorprendentes en conjunto, por la convivencia de distintas formas y técnicas. En la primera sepultura, por ejemplo, hay un jarro y un cuenco que se hicieron bien manualmente bien con el recurso de la torneta. La pasta de ambos no está depurada, contiene desgrasantes minerales de grueso tamaño.


      Los objetos de la tercera sepultura, sin embargo, son de técnica diferente: hay un cuenco de terra sigillata hispánica tardía meridional, y un jarro hecho con el torno rápido, con pasta más fina que las de la primera sepultura. El color de la arcilla de este jarro es amarillento, lo que indica una procedencia alóctona, pues el barro local ofrece unas pastas de color anaranjado o rojizo. Los objetos de la cuarta están igualmente confeccionados manualmente o con torneta, mientras que el cuenco de la quinta se hizo con torno rápido.

 

     Estas diferencias son interesantes, pues la necrópolis parece un grupo homogéneo, que Riesgo encontró íntegro. Al estar juntas, inmediatas unas a otras, la impresión que da es que son del mismo tiempo, es decir, que entre unas y otras no hay grandes espacios temporales de diferencia.

     La datación es un problema sin resolver, no hay ningún objeto de vestuario o de adorno que pueda indicar al menos una cronología relativa. La terra sigillata hispánica tardía meridional se han datado en el siglo V d.C., pero eso no quiere decir que fuera en ese siglo cuando se hicieran todas las tumbas. Por ejemplo, en la basílica del Germo (Espiel) apareció un cuenco africano de borde polibulado, Hayes 97; se ha fechado igualmente en el siglo V. Sin embargo, según sus excavadores el Germo comenzó a construirse a comienzos del siglo VII.

     Por lo que se sabe del centro peninsular, en el medio rural la tecnología de fabricación de objetos cerámicos cambia a lo largo del tiempo. Hasta el siglo V son mayoritarias las fabricaciones con torno rápido, pero a mitad del siglo VI los porcentajes entre éstas y las hechas a mano o con torneta se igualan, para ser éstas predominantes numéricamente a partir del último cuarto de ese siglo.

     Extrapolando estos datos, me inclino por una cronología avanzada, más que del siglo V considero que de al menos mediados del siglo VI en adelante. En la necrópolis madrileña de Gózquez se han encontrados dos recipientes cerámicos en las tumbas (una ollita a torno lento y un jarro con torno rápido), en un contexto fechado entre la segunda mitad del siglo VII y el siglo VIII d.C. Durante las etapas anteriores del poblado (siglo VI y primera mitad del VII) sólo hay objetos de indumentaria en las tumbas, no cerámicas.

     Según se ha visto también en el centro de la Meseta, en el yacimiento toledano de la Vega Baja, de tipo urbano, predominan las producciones hechas con torno rápido a finales del siglo VII e inicios del siglo VIII, mientras que en el ambiente rural son porcentualmente muy pequeñas desde finales del VI. En la necrópolis de la Viñuela que estamos viendo hay un objeto de terra sigillata, dos fabricados con torno rápido y cuatro a mano o torneta. La paulatina predominancia de estas formas en el ámbito rural, no realizadas en un torno alfarero, puede ser una consecuencia de las circunstancias de la época.

     Durante los buenos viejos tiempos del Imperio había grandes hornos que fabricaban, prácticamente en serie, miles de piezas cada vez. Al reducirse los costes de producción, con la homogeneidad cultural del Imperio y las buenas calzadas que comunicaban sus partes, los objetos de terra sigillata llegaban a todos los lugares y a un precio asequible. Pero al colapsar el Imperio también lo hicieron sus infraestructuras, disminuyó el número de grandes alfares y, sobre todo, se interrumpió el tránsito comercial entre la ciudad y el campo. Eso no quiere decir que se interrumpiera radicalmente el comercio (el jarro de la cuarta sepultura no tiene un origen local, y al norte de Córdoba siguieron llegando objetos como la patena del Germo o una lucerna tardoantigua), pero sí que se dificultó enormemente. Es presumible lo arduo que tendría que ser transportar unas ollas o jarros a lomos de caballerías, aprovechando las escasas calzadas romanas que siguieran en uso, o por caminos de herradura. Desde la capital cordobesa hasta los Pedroches hay tres días de viaje a lomos de caballerías, cruzando Sierra Morena.

     Pero la gente del campo seguía teniendo las mismas necesidades que siempre, de almacenar alimentos, cocinarlos y de servirlos en la mesa (o incluso de introducirlos en las tumbas de sus familiares). Algunos objetos podrían fabricarse de madera (platos, dornillos o cucharas), pero para otros usos (como los fúnebres) los de cerámica seguían siendo imprescindibles, y los de importación no cubrían todas las demandas. En estas circunstancias, me planteo que si en la Vega Baja de Toledo continuaron usando objetos hechos a torno rápido es porque había una demanda suficiente que permitía que se mantuviese algún torno alfarero, mientras que en el campo no existía ese volumen de clientela potencial que permitiera su existencia.

     El torno rápido es demasiado voluminoso para transportarse, digamos que continuamente, de un lugar a otro. Sin embargo, los elementos de la torneta y otras herramientas necesarias para el alfarero, como espátulas, caben en un zurrón. Así que me imagino a un artesano que iba de una aldea a otra. Al llegar a una, podría usar su horno, o bien construir uno donde encontrara lo que necesitaba: barro, agua y combustible. Desde allí podría fabricar lo que le demandasen desde esa aldea y los núcleos de población cercanos (por el registro arqueológico debió una gran cantidad de pequeñas agrupaciones tipo “granja”), recibiendo a cambio alojamiento, comida y alguna retribución. Acabado su trabajo, se pondría otra vez en camino hacia otra aldea.

     Este modelo podría explicar por qué aparecen cuencos carenados del mismo tipo en Gózquez (Madrid) o en el norte de Córdoba. No solo podrían viajar las vajillas, cuya integridad correría riesgo a cada paso de la mula por una vereda serrana, sino que también iría de un sitio a otro la gente que las hacía con una tecnología sencilla y mueble.

     Otra cuestión de interés es el motivo de la introducción de las piezas de barro o vidrio en las sepulturas. Ciñéndonos a los cerámicos, hay tres jarros y cuatro cuencos, uno por cada una de las que alojaron un depósito ritual.

     Los jarros son el elemento más frecuente de las necrópolis del sur de la provincia de Córdoba (Almedinilla o Cabra), pero allí no hay en las sepulturas otras formas como ollas, cuencos o platos que, como podemos comprobar, sí están presentes en el norte de Córdoba, y no de forma anecdótica, sino que son tan abundantes como los jarros (bien visto, no parece adecuado ajustar el estudio de la antigüedad a las circunscripciones territoriales actuales, pues hay más similitudes entre las cerámicas del norte de Córdoba de tumbas de la tardoantigüedad con las de yacimientos madrileños que con las formas que aparecen al sur de Córdoba).

     Ya vimos también en el blog los ímprobos esfuerzos que se han realizado para vincular los jarros con el cristianismo; me temo que en algunos casos esta vinculación tiene más motivos del presente que del pasado entre sus postulantes. Es más, el aspecto religioso pasa a ser uno de los principales objetos del análisis histórico, calificando a una necrópolis, por ejemplo, de cristiana o pagana. Creo que debe valorarse que si bien hoy cualquier practicante (sea cristiano o musulmán) conoce perfectamente sus creencias, ritos y liturgias, en la Hispania del siglo VII esto no era tan fácil de reconocer, ni siquiera para los clérigos.

     Si repasamos la legislación del Fuero Juzgo o los concilios toledanos, se constata que a finales del siglo VII las prácticas paganas seguían manteniéndose, como dice el canon segundo del XVI Concilio de Toledo (693), en forma de “adoradores de los ídolos, veneradores de las piedras, encendedores de antorchas, y rinden culto a los lugares sagrados de las fuentes y de los árboles, y se hacen augures o encantadores, y otras muchas cosas que sería largo narrar”. No me parece que entonces se hubiera incrementado la práctica pagana, sino que ésta se había hecho más visible, o que, desde la unión entre la corona y la iglesia, había más interés en estar atentos a ella para erradicarla.

En la legislación se incluyen unas leyes del rey Ervigio, que copio en castellano antiguo y trascrito al actual:

Lex Gothica [Fuero Juzgo], Libro VI, Título II, El Rey Flavio Ervigio…

Ley IV: “De los encantadores, provizeros e de los que los conseian”.

Los proviceros, o los que fazen caer la piedra en las vinas o en las mieses, e los que fablan con los diablos, e les fazen torvar las voluntades a los omnes e a las mujeres, e aquellos que fazen circos de noche, e fazen sacrificio a los diablos, estos atales que quier que el juez o so merino les podiera fallar o provar, faganles dar a cada uno CC azotes, e sennálelos na fronte layda mientre, e fagalos andar por diez villas en derredor de la cibdat, que los otros que los vieren sean espantador por la pena destos. E porque non ayan poder de fazer tal cosa dali adelantre, el juez los meta en algun logar o bivan, e que non puedan empezer a los otros omnes, o los enbie al rey que faga dellos lo que quisiere. E los que tomaren conseio con ellos reciban CC azotes cada uno dellos; ca non deven seer sin pena los que por semeiante culpa son culpados.



Ley V: “De los omnes que fazen mal a los omnes, o a las animalias, o a otras cosas”.

Por la ley presente mandamos que todo omne libre o siervo que por encantamiento o por ligamiento faze mal a los omnes, o a las animalias, o a otras cosas en vinnas, o en mieses, o en campo, o fiziere cosa porque fagan morir algun omne, o seer mudo, o quel fagan otro mal, mandamos que todo el danno reciban en sus cuerpos, y en todas sus cosas que fizieren a otros.

Ley IV: De los encantadores, agoreros y de los que los consultan.
Los agoreros, o los que hacen caer pedrisco en las viñas o en las sembrados; y los que hablan con los diablos, y los que hacen tornar las voluntades de los hombres y mujeres; y aquellos que se juntan de noche y hacen sacrificios a los diablos, estos tales a los que el juez o el merino pueda hallar y probar, háganle dar a cada uno doscientos azotes, y señálelos en la frente de modo afrentoso, y háganles andar por diez villas alrededor de la ciudad, para que los otros que los vieren se espanten por la pena de éstos. Y para que no puedan hacer tal cosa de aquí en adelante, métalos el juez en algún lugar donde no puedan incomodar a los otros hombres, o los envíe al rey para que haga de ellos lo que quisiere. Y los que los consultasen reciban doscientos azotes cada uno de ellos, que no deben quedar sin pena los que por semejante culpa son culpados.

Ley V: “De los hombres que hacen mal a los hombres, a los animales o a otras cosas”.
Por la presente ley mandamos que todo hombre libre o siervo que por encantamiento o atadura hace mal a los hombres, a los animales, o a otras cosas en viñas, o en sembrados, o en el campo, o haga alguna cosa para hacer morir a algún hombre o hacerlo enmudecer, o que les hagan algún otro mal, mandamos que reciba en su cuerpo y en sus cosas el mal que hicieron a otros.

     Si las leyes castigaban a quienes se juntaban de noche para hacer sacrificio a los diablos, hacían encantamientos o consultaban a adivinos, es porque todavía durante el reinado de Ervigio continuaban produciéndose esos hechos. Desde Teodosio la cristiana se había convertido en la religión oficial del estado. Pero las invasiones del siglo V, el advenimiento masivo de los godos a inicios del VI, y su lucha para consolidarse durante buena parte del mismo siglo, no crearon las condiciones propicias para que la Iglesia se impusiera triunfante; carecía de recursos coercitivos, y tampoco parece que hiciese una amplia labor pastoral, sino que lo confió todo a la legislación, religiosa y civil, para erradicar a sus enemigos.

     Tras el III Concilio de Toledo se inicia la colaboración entre la jerarquía eclesiástica y la monarquía, y a partir de entonces el problema del paganismo comienza a hacerse más patente en los cánones conciliares. La Iglesia por fin contaba con los medios estatales para eliminar a sus enemigos, y a la corona le interesaba una homogeneidad religiosa entre sus súbditos. Pero no fue una empresa fácil, como muestran las leyes de Ergivio, pues en el medio rural no sólo los siervos, sino incluso aristócratas, continuaban con sus antiguas creencias precristianas.

     El problema de fondo ya lo había afirmado Isidoro de Sevilla en “Los sinónimos”: la ignorancia es el mayor peligro para la rectitud de la práctica religiosa. Y en esta línea se manifestó Ervigio en el “Tomus” del XVI Concilio, “sobre las causas de la persistencia de usos paganos podrían ser suscritas por cualquier estudioso moderno: la falta de organización eclesiástica y la indisciplina, la ignorancia y la falta de preparación del clero. En un momento del texto, se queja el rey de que muchas iglesias fundadas en lugares aislados de las diócesis están abandonadas, sin tejado, próximas a derrumbarse, no ofreciendo en ellas sacrificios con asiduidad. En fechas tan tardías, la Iglesia no era capaz aún de mantener una estructura eclesiástica estable en los medios rurales… [Habría] dos elementos esenciales que serían percibidos por los mismos contemporáneos. Por un lado, la amplitud y complejidad del propio territorio, con importantes áreas marginales a donde la organización eclesiástica aún no llegaba, o donde los obispos mostraban poco celo en mantenerla. Por otro, el mismo desinterés del clero y jueces en su persecución, esto se debería en parte a su propia incapacidad para discernir muchas de estas prácticas, a su incapacidad para corregir los usos populares, que la mayoría de las veces serían practicados por individuos formalmente cristianos, y, sobre todo, a que sus preocupaciones inmediatas tenían otros puntos de atención que las costumbres de unos rústicos que habitaban áreas marginales” (Pablo C. Díaz, Martínez, 2007, 564).


       Es difícil que, como pretendiera Martín de Dumio, se corrigiese religiosamente a los rústicos si los pastores de almas no estaban preparados para la labor. Por ejemplo, en el concilio de Narbona de 589 se prohibía que los obispos ordenasen como diáconos o presbíteros a quienes no supieran leer. El canon 25 del IV Concilio de Toledo (633) estipulaba “Que los obispos conozcan las sagradas Escrituras y los cánones [pues] la ignorancia, madre de todos los errores, debe evitarse sobre todo en los obispos de Dios que tomaron sobre sí el oficio de enseñar a los pueblos”. Buena prueba de la escasa cualificación de algunos clérigos es el canon 8 del IV Concilio de Toledo (653): “En la octava discusión encontramos que algunos encargados de los oficios divinos eran de una ignorancia tan crasa, que se les había probado no estar conveniente instruidos en aquellas órdenes que diariamente tenían que practicar. Por lo tanto, se establece y decreta con solicitud que ninguno en adelante reciba el grado de cualquier dignidad eclesiástica sin que sepa perfectamente todo el salterio, y además los cánticos usuales, los himnos y la forma de administrar el bautismo; y aquellos que ya disfrutan de la dignidad de los honores, y sin embardo padecen con la ceguera de una tal ignorancia, o espontáneamente se pongan a prender lo necesario o sean obligados por los prelados, aun contra su voluntad, a seguir unas lecciones”.

     Además, los encargados de vigilar y perseguir las prácticas paganas (o sea, todo lo religioso no cristiano), no eran ajenas a ellas. El canon 29 del IV Concilio de Toledo (año 633) trata “De los clérigos que consultan a magos o adivinos”, mientras que, por lo que se expone en el IV Concilio de Toledo, en la segunda década del siglo VII fue depuesto de su sede el obispo Marciano de Asti por consultar a una adivina llamada Simplicia. En una fecha tan avanzada como el año 694, durante el XVII Concilio de Toledo, se denunció que algunos obispos celebraban una misa de difuntos por los que aún vivían, con la intención de provocarles la muerte. Creo que Isidoro de Sevilla o Julián de Toledo habrían dicho lo que siglos después el conde de Romanones: “Joder, qué tropa”.

     En este contexto, conjeturar sobre la religiosidad de los inhumados en la necrópolis de la Viñuela es algo complejo, pues no sólo están los socorridos jarros asimilados al cristianismo: una olla o un cuenco en una tumba no tiene nada de cristiano. Aunque en su tiempo parece que no se tenía claro por completo, pues el canon 69 del II Concilio de Braga (572) dictamina que “No está permitido a los cristianos llevar alimentos a las tumbas de los difuntos, ni ofrecer sacrificios a Dios en honor de los muertos”. La jerarquía eclesiástica intentó eliminar todo vestigio pagano de los rituales funerarios, imponer unos funerarios plenamente cristianos, pero no es algo que consiguiera de la noche a la mañana: cuando ya los musulmanes estaban en la península o próximos a llegar, en la necrópolis madrileña de Gózquez se volvió a meter una olla dentro de una tumba.

     En el mundo funerario de la península a partir del siglo V convivieron dos tipos de tradiciones: una, la indígena de raíz hispanorromana; otra, ajena a ella, traída por gentes foráneas. Como en otros muchos pueblos y culturas a lo largo de los tiempos, los germanos introducían en sus sepulturas un depósito ritual, con objetos que les fueran útiles en la otra vida. En el mundo romano, tras la muerte sucedían una serie de rituales que incluían libaciones y banquetes funerarios, y que dejaron un manifiesto registro arqueológico. Creo que más que desde la confrontación cristianismo-paganismo, es desde esta perspectiva, intentar diferenciar los rasgos, costumbres y ritos de origen hispanorromanos de los de procedencia exterior, desde la que hay que intentar interpretar el depósito ritual de la pequeña necrópolis de la Viñuela.

[Nota: el cuenco de la cuarta sepultura está depositado, según Ángel Riesgo, en el Museo de Oviedo; al no tener una fotografía de él he tomado la de otro que, por las descripciones, parece similar, encontrado por Riesgo en la Loma de la Higuera (Montoro). Igualmente, no tengo fotografías del plato de la quinta sepultura, por lo que he usado la de otro idéntico hallado en la Charquita (Villanueva de Córdoba). El objetivo de incluir las fotografías de esas dos piezas es por intentar mostrar el depósito ritual completo de esta pequeña necrópolis.]

Créditos de las imágenes:
1, 2, 3, 4, 5 y 9: Guadalupe Gómez Muñoz, Red Digital de Colecciones de Museos de España, http://ceres.mcu.es/.
7: Ana María Vicent Zaragoza, 1999.
6 y 8: Museo Arqueológico de Córdoba.

Y agradecimientos:
Al personal del Museo Arqueológico de Córdoba, que siempre ha respondido con amabilidad y rapidez a mis solicitudes.