En el dolmen de Las Agulillas

martes, 22 de octubre de 2013

Célticos en los Pedroches (II). Muy raro.

La arqueología entra en juego.


       Si se pretende tratar sobre etnias celtas, célticas o indoeuropeas lo primero es definir qué se entiende por estos términos. En la primera entrada sobre la cuestión se vio que las lenguas celtas son una rama del gran tronco lingüístico indoeuropeo, ergo las celtas fueron unas lenguas indoeuropeas, pero no todas las lenguas indoeuropeas fueron celtas. Hay que incidir en que son términos diferentes, aunque a veces de forma popular se toman como sinónimos.
       Tras los primeros estudios desde la Lingüística el término "indoeuropeo" se aplicó no sólo a un grupo de lenguas, sino como adjetivo indicador del grupo de pueblos que hablaron estos idiomas. En este sentido, sir Colin Renfrew afirma que no hay una "cultura indoeuropea", pero como de algún modo hay que llamar a las cosas o a las gentes, emplearemos "pueblos indoeuropeos" para referirnos al conjunto de etnias que hablaron lenguas indoeuropeas y que, además, mantuvieron otros vínculos de carácter religioso o social.
       A finales del siglo XIX la arqueología prehistórica se había consolidado como disciplina científica, y "resultó inevitable el estudio minucioso de la evidencia material recuperada de la época prehistórica susceptible de arrojar nueva luz sobre el tema [el origen de las lenguas indoeuropeas]. El primero en hacerlo de forma sistemática fue Gustav Kossinna, cuyo artículo "Respuesta arqueológica a la cuestión indoeuropea" se publicó en 1902... Kossinna fue efectivamente el primero en correlacionar pueblos prehistóricos (y lógicamente sus lenguas) con tipos de cerámica, y a partir de ahí fundó una escuela de pensamiento todavía vigente en la actualidad. El exponente más influyente de este enfoque fue V. Gordon Childe... [quien] definió el término "cultura" en un sentido técnico y arqueológico como un "conjunto constantemente recurrente de artefactos". Luego dio un paso más, un tanto simple, que se halla en la raíz de muchos problemas posteriores, correlacionando la noción de cultura, así definida, con la de 'pueblo'(Renfrew, 1990, 21-22, 176). (La forma de interpretación del registro arqueológico en Majadaiglesia es, como se verá D. m., precisamente la misma que la expuesta arriba, y la causa de estos comentarios en el blog.)
       El alegre optimismo cientifista de los arqueólogos comienzos del siglo XX les hizo suponer que se podría identificar a las distintas culturas o etnias por sus restos materiales (su eslogan podría haber sido "Un pueblo, una olla"). En la actualidad, es una interpretación que ha sido superada: "Hoy vemos que los tipos concretos de cerámica estudiados con tanto esmero y meticulosidad en el pasado no son indicadores fiables y seguros de grupos humanos concretos; las propias vasijas pudieron ser producto del comercio, o de la adopción de una moda, sin implicar cambios de población" (Renfrew, 1990, 12).
       Un grupo étnico es un grupo humano que se reconoce como distinto de otros grupos humanos. Llámese como se llame, pueblo, etnia, cultura, ha tenido muchas definiciones. Se ha extendido mucho la del etnólogo soviético Dradagze a partir de su aparición en el libro de C. Renrew Arqueología y lenguaje: "Un ethnos... puede definirse como un sólido agregado de gentes, históricamente establecidas en un pueblo determinado, y que poseen en común particularidades relativamente estables de lengua y cultura, y que reconocen también su unidad y su diferencia respecto de otras formaciones similares (autoconsciencia) y que lo expresan mediante un nombre autodesignado (etnónimo)" (Renfrew, 1990, 177). Parece que el camino correcto es el que planteó hace tiempo D. Julio Caro Baroja y que posteriormente prosiguió M. Bendala Galán: un estudio interdisciplinar donde se conjugue la arqueología con el análisis de las fuentes literarias y la etnología. Otra disciplina que se está mostrando relevante para el estudio de las poblaciones en el pasado es la genética. Así, se han planteado estudios compaginando Arqueología y lenguaje (Clin Renfrew), o Genes, pueblos y lenguas (Cavalli-Sforza, 2000).
       Mientras que lingüistas y arqueólogos centroeuropeos estudiaban el origen de las lenguas indoeuropeas (y de los pueblos que las hablaron), nacía en el mismo espacio una ideología que nada tenía que ver con la ciencia, aunque decía apoyarse en ella. El literato y diplomático francés conde Joseph Arthur de Gobineau publicó un Ensayo sobre la desigualdad de las razas humanas (1853-1855) en la que exponía que los alemanes eran la raza superior, pues descendían directamente de un pueblo mítico, los arios. Para él, la decadencia de la civilización se debió a las mezclas de etnias, que habrían reducido la vitalidad de las razas. (Hoy en día, y desde una perspectiva rigurosamente científica, se arguye algo totalmente opuesto a la idea de Gobineau, la heterosis o vigor híbrido, que describe la mayor fortaleza de diferentes características en los mestizos.)
       A finales del siglo XIX se había extendido "la idea de la superioridad racial de los indoeuropeos. Se asoció en general a la noción de ario rubio y con ojos azules, cuya Urheimat [patria originaria legendaria]  se localizaba invariablemente en alguna parte del norte de Europa" (Renfrew, 1990, 21). Creo que el principal error de los defensores de esta ideología fue el de juzgar y calificar a los grupos humanos por su tecnología (algo muy frecuente en lo que incurren los paleoantropólogos). En la segunda mitad del siglo XIX los países de descendientes de los antiguos germanos eran los más desarrollados industrial e intelectualmente, pero ello no suponía que estuvieran dotados de ninguna superioridad natural. El hijo de un señor keniano, cuya tecnología no es de las más desarrolladas, es hoy en día el hombre más poderoso del país más poderoso del mundo. Cualquier niño tiene el mismo potencial intelectual; lo único que varía es el ambiente, la cultura en la que se desarrolla.
       De este modo, junto al "interés ilustrado por la Europa arcaica que llevó al gran arqueólogo australiano V. Gordon Childe a publicar su libro The Aryans en 1926, surgió una tendencia mucho más proclive a servirse de (y a veces distorsionar) la evidencia histórica para fines políticos. Hitler y el movimiento nacionalsocialista en Alemania explotarían al máximo, en su injustificada reivindicación de una 'raza superior' germánica, la descripción asaz simplista de los orígenes lingüísticos prehistóricos de Europa establecidos por autores como Gustav Kossinna. La mayoría de los arqueólogos de la época quedaron consternados al comprobar que lo que no pasaba de ser unas teorías plausibles sobre lenguas y culturas prehistóricas se convertía en propaganda militar de la superioridad racial y se reducía al absurdo con la destrucción de millones de seres humanos, supuestamente pertenecientes a otras 'razas', en el holocausto. No es extraño, pues, que los arqueólogos hayan eludido un tópico tan emotivo. Childe, después de estos acontecimientos, evitó toda mención a su libro The Aryans, pese a que, en realidad, no contenía evidencia alguna en favor de la falacia de la superioridad racial, e hizo todo lo posible por diferenciar entre lengua y cultura y supuestas clasificaciones raciales" (Renfrew, 1990, 13).
       Durante un tiempo tras la II Guerra Mundial, indoeuropeos, germanos, celtas y célticos quedaron execrados, y ha sido necesario que el tiempo actuase para volver a retomar su estudio con plena normalidad, en lo que único que prima es el conocimiento por sí mismo y se está alejado por completo de cualquier ideología apriorística. Un arqueólogo de renombre, catedrático de la Autónoma de Madrid, Manuel Bendala Galán (2000, 22), afirma: "Apenas hace falta decir, porque no puedo extenderme en desarrollar la idea con la debida atención, que la valoración de este sustrato céltico de la España antigua sufrió los azotes ideológicos de la agitada historia europea de la primera mitad del siglo, con interpretaciones que, al margen de lo estrictamente histórico, tendían puentes o los cortaban a una exaltación de lo indoeuropeo que haría correr ríos de tinta en el papel de la propaganda ideológica y, lo que fue peor, ríos de sangre en los campos de guerra y de depuración que ensombrecen el siglo que ahora termina [XX]. Precisamente, por esta contaminación ideológica ha habido una comprensible cautela a la hora de tratar del celtismo hispano, aparte de cierto hartazgo por las dificultades que entrañaba su determinación étnica y cultural, todo lo cual va quedando prácticamente superado en la renovada oleada de estudios arqueológicos, lingüísticos e históricos de los últimos años".
       La entrada está saliendo muy teórica, como ejercicio para la asignatura de Tendencias historiográficas, pero me parece imprescindible para abordar el problema, pues según la forma en que se analice un asunto histórico se pueden obtener resultados diferentes. Hasta que Hari Sheldon no descubra la Psicohistoria, la Historia no será una ciencia exacta. Aquello que decía don Teodoro Mommsen de que había que contar la historia tal y como ocurrió es muy bonito, pero cada vez más difícil de conseguir.
       Algo muy a tener en cuenta para comprender cómo se ha ido enfocando el estudio de la cuestión indoeuropea es si su difusión fue démica o cultural, en lo que se ha considerado parte de la epistemología de la historiografía del siglo XX. Hasta la II Guerra Mundial todos los cambios culturales en el mismo espacio se explicaban por movimientos de población. Desde las estepas euroasiáticas o desde Anatolia los indoeuropeos habrían irrumpido en Europa; a la península ibérica los celtas habrían llegado en distintas oleadas. Pero en la segunda mitad del siglo XX "la arqueología se ha desmarcado considerablemente de la obra de las generaciones anteriores que intentaban explicar los cambios observados en el registro arqueológico en términos básicamente migracionistas" (Renfrew, 1990, 12). Sobre todo los arqueólogos denominados "procesualistas" lo explican prácticamente todo a partir de algo similar a "la evolución de la propia dinámica interna de los pueblos". O sea, que la gente, mientras menos se moviera de sus casas, mejor.
       El principal argumento para la arqueología procesualista, responsable de esta tendencia es que "si existieron realmente movimientos importantes de poblaciones primitivas... tendrían que verse reflejados en el registro arqueológico y formar parte de la historia que cuentan los arqueólogos" (Renfrew, 1990, 19). Este optimismo me resulta hasta enternecedor, aunque me parece más un acto de fe que la constatación de una realidad. En primer lugar porque lo "científico" es cómo se lleva a cabo la excavación, el análisis de los elementos encontrados o su datación cronológica. Pero la "interpretación" de lo obtenido en la excavación pertenece a cada sujeto que la realice, y sobre el mismo yacimiento distintos especialistas, todos ampliamente reputados, pueden ofrecer opiniones diferentes. Por ejemplo, Cancho Roano, un magnífico yacimiento extremeño de los siglos IV al IV a.C. A. Blanco consideró que era un "altar de ceniza", "un gigantesco quemadero de ofrendas... Para J. Moluquer se trata de un palacio de tipo oriental; para M. Almagro tendría funciones públicas, políticas y administrativas. F. López Pardo piensa en un santuario, lugar de mercado organizado por comerciantes fenicios en la ruta de los metales, o en un palacio-almacén construido por los fenicios para un reyezuelo indígena. S. Celestino y F. J. Jiménez piensan en un palacio santuario" (Blázquez, 2004. 2000-2001). Para los partidarios de las tesis difusionistas, el incendio que destruyó el lugar sería consecuente a las "tensiones sociales internas" del momento; para los migracionistas, este "altar de cenizas" o "de sangre" sería el resultado de invasores que hicieron sal y agua de todo el botín. Un yacimiento no "habla" por sí solo, como parece indicar Renfrew.
       En segundo lugar, porque tenemos ejemplos de movimientos de poblaciones que supusieron cambios radicales de orden social, político y religioso, no quedando constancia en el registro arqueológico. Durante el periodo de setenta a cien años posterior a la conquista de Hispania por los musulmanes no se conocen casi restos materiales que se puedan atribuir a los conquistadores. Como escribe Eduardo Manzano Moreno, “la conquista, entendida como un abrupto suceso, no llega a reflejarse en una primera fase con la nitidez que cabría esperar de la irrupción de unas poblaciones nuevas. No aparecen técnicas novedosas, no existen formas importadas y, en fin, la impresión generalizada es de que existe una continuidad en los materiales datables a lo largo del siglo VIII, que no se ven afectados por las formas que se documentan en Oriente Próximo en este mismo periodo”. En definitiva, hay “un periodo que cubre entre setenta y cien años de un silencio tenso, en el que la conquista apenas si deja huellas, y una súbita eclosión, estrechamente ligada al afianzamiento de la dinastía Omeya” (Manzano, 2006, 125-126). [La única excepción a esta ausencia son las monedas acuñadas en Hispania por los conquistadores desde el primer año de su permanencia.] Si la arqueología es incapaz de revelar un suceso tan importante como la conquista de al-Andalus, que se produjo en un amplio territorio, al menos dos tercios de la península, y en un periodo mucho más reciente que a la etapa prehistórica donde se sitúan los orígenes indoeuropeos, no creo que deba tomarse como una especie de verdad revelada que haya que asumir, sino que hay que ser consciente de sus limitaciones. Del mismo modo, ningún esquema generalista (todo se explica por migraciones, todo se aclara por difusiones culturales) es válido en todos los casos. Es más, ejemplos que conocemos migraciones de pequeños grupos humanos (germanos tras el Imperio romano, sarracenos en Hispania) nos indican que pueden suponer cambios sociales rotundos en donde se asientan, aunque cuantitativamente sean poco significativos respecto al total. Creo que con la expansión de los primeros pueblos que hablaban lenguas indoeuropeas pudo pasar algo así.
       Sin que se sepa exactamente cuándo ni cómo, en algún momento de la Prehistoria reciente, la mayor parte de los pueblos que habitaban la Europa occidental hablaban lenguas indoeuropeas. En la península ibérica ocurrió el mismo proceso, aunque durante la Edad del Hierro se hablaron aquí lenguas no relacionadas con las indoeuropeas, como el ibero o el vasco.